La Santísima Virgen María, Madre de Dios, es Reina por derecho propio, porque Ella desciende de
una familia real; pero también es reina porque su Hijo la corona en el cielo
con una corona de luz y de gloria, en el momento de la Asunción. Ahora bien,
esta corona de luz y de gloria, la obtiene la Virgen luego de participar,
espiritualmente, de la corona espinas de su Hijo Jesús, aquí en la tierra. La Virgen
nunca llevó materialmente una corona de espinas, pero sí de modo espiritual y
místico, porque cuando coronaron a su Hijo Jesús, Ella sintió las punzadas y
los dolores de la corona de espinas de Jesús, con igual intensidad como las
sintió Jesús. Y puesto que esas espinas representan la materialización de los
pecados –los malos pensamientos, los pensamientos blasfemos, de ira, de
lujuria, de maldad, de venganza, de odio, de rencor, de envidia, los
pensamientos malos de cualquier clase que los hombres tienen contra sí mismos o
contra sus hermanos-, y puesto que los pecados fueron lavados por la Sangre de
Jesús, que empezó a correr de forma abundante, al salir de su Sagrada Cabeza,
cuando los soldados romanos lo coronaron de espinas, diciéndole burlescamente: “¡Salve,
Rey de los judíos!” (Mc 15, 18; Jn 19, 3), la Virgen, al compartir los
dolores de la coronación de espinas de Jesús, compartió también el hecho de
ser, estos dolores, salvíficos, porque con estos dolores de su coronación de
espinas, Jesús estaba redimiendo todos los pecados de pensamiento de los
hombres.
Así, la Virgen se convertía en Corredentora de los hombres, junto a su
Hijo Jesús, al compartir con su Hijo, los dolores salvíficos de la Pasión, aun
no sufriendo Ella la Pasión de un modo físico y cruento, sino místico y
espiritual, porque estaba unida a su Hijo por el Amor de Dios, el Espíritu
Santo. Esto nos hace ver que los pecados de pensamiento, cualesquiera sean –de ira,
de venganza, de odio, de lujuria, de rencor, de pereza, etc.-, que tanto placer
producen al hombre, o que al hombre le parecen que no le provocan daño-, se
traducen y se materializan, de un modo misterioso, en gruesas espinas, las
espinas de la corona de Jesús, que mantiene y mantendrá, actualizada, su
Pasión, hasta el fin de los tiempos. En otras palabras, los pensamientos
pecaminosos, que creemos que, por un lado, no nos hacen daño, y que, por otro,
nos provocan placer, en Jesús, se materializan en gruesas espinas, las espinas
de su corona, que son las que laceran su cuero cabelludo, provocándole atroces
dolores, y haciéndole salir abundantísima Sangre, su Preciosísima Sangre. Esas dolorosísimas
heridas, producidas por las espinas, gruesas y filosas de su corona, producto de
nuestros pecados, son las que siente la Virgen en su cabeza, y es por eso que
la Virgen, de un modo místico y espiritual, comparte la corona de espinas de su
Hijo Jesús. Si a Jesús los soldados romanos se le burlan, diciéndole: “¡Salve,
Rey de los judíos!”, al tiempo que lo coronan de espinas, también podrían
decirle lo mismo a la Virgen: “¡Salve, Reina de los judíos!”, porque Ella
siente exactamente los mismos dolores de su Hijo Jesús, aunque no lleve
materialmente puesta la corona de espinas.
La Virgen, entonces, es Reina porque su ascendencia es real
y es Reina también porque en la tierra compartió, espiritual y místicamente, la
corona de espinas de su Hijo, “Rey de reyes y Señor de señores”, y es por esto
que su Hijo, en el cielo, la coronó con la corona de luz y de gloria en los
cielos, al recibirla en su Asunción gloriosa en cuerpo y alma. Y puesto que la
Virgen es nuestra Madre del cielo, Ella quiere que también nosotros seamos
coronados de luz y de gloria, pero para lograr esa corona, también debemos
compartir espiritualmente, igual que Ella, la corona de espinas de Jesús -recordemos el caso de Santa Catalina de Siena, a quien Jesús se le apareció, ofreciéndole dos coronas, una de oro y otra de espinas, y ella eligió la corona de espinas-, lo
cual quiere decir no solo rechazar cualquier tipo de pensamiento malo, sino
pedir la gracia de tener los mismos pensamientos, santos y puros, que tiene
Jesús, coronado de espinas, aceptar con amor y fe las humillaciones, pequeñas y grandes, que Dios quiera enviarnos en la vida cotidiana para hacernos participar de la cruz de Jesús y estar dispuestos a perder la vida, antes de
consentir siquiera un pecado mortal o venial deliberado. Solo así, compartiendo espiritualmente la corona de espinas del Rey de los cielos y de María Santísima Reina, mereceremos ser coronados de luz y de gloria en la vida eterna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario