Luego de la caída de Adán y Eva, por el desorden de
las potencias del alma que provocó el pecado original, el hombre quedó en
rebeldía con Dios y consigo mismo, porque perdió el don de la integridad, que
le permitía el control perfecto de sus pasiones.
Se ofuscó su mente, por
lo cual se le hizo muy difícil tender a la Verdad , y se ofuscó su voluntad, por lo cual se
le hizo muy difícil tender al Bien; se ofuscaron sus pasiones, por lo cual se
le hizo muy difícil controlar sus pasiones. Y de entre todas las pasiones, que
quedaron como desatadas del control de la razón, fue la concupiscencia de la
carne la que más pesar le produjo, porque por ella se alejó todavía más de
Dios.
La concupiscencia de la
carne es una consecuencia del pecado original, el pecado de soberbia, y su
descontrol es tal que es imposible encauzarla sin la ayuda de la gracia divina
y es imposible no caer sin el auxilio de la gracia.
En su lucha por adquirir
la virtud de la pureza, el católico no está solo, ya que Dios lo asiste en su
Iglesia para que alcance la perfección en el seguimiento de Cristo Casto y
Puro.
Uno de los auxilios más importantes con que cuenta el
católico es la Presencia
de María Santísima en la Iglesia. Ella
es modelo ideal y fuente de santidad y de castidad. De Ella dice la Escritura : “hermosa como
la tortolilla” (Cant 1, 9), y la
llama también azucena: “Como azucena entre espinas, así es mi amiga entre las
vírgenes” (Cant 2, 2).
Su sola Presencia infunde deseos de castidad y
pensamientos de pureza, según dice Santo Tomás: “La hermosura de la
bienaventurada Virgen infundía castidad a los que la miraban”.
María está Presente en la Iglesia con su espíritu de
pureza y de castidad, y Ella infunde en el alma deseos de castidad, y no de una
castidad cualquiera, sino que infunde deseos de una castidad sobrenatural, la
misma castidad de su Hijo Jesús.
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