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sábado, 30 de abril de 2011

La Virgen María es Madre de la Divina Misericordia

Jesús Misericordioso recibió misericordia,
en cuanto hombre,
de su Madre, María Santísima,
y en cuanto Dios encarnado,
infinitamente misericordioso,
nació de María Virgen.
Por eso la Virgen
es Madre de la Divina Misericordia
y Maestra de Misericordia,
porque nos enseña a ser misericordiosos,
como Ella para con su Hijo Jesús.

La misericordia, la caridad, la compasión para con el prójimo y el amor para con Dios, son la esencia de la religión católica. Es por eso que la Iglesia recomienda a sus hijos vivir esa misericordia y esa caridad con obras concretas dirigidas al prójimo. Para eso, la Iglesia se basa en la parábola de Jesús, en donde Jesús se pone en la persona del prójimo: “Tuve hambre, sed, era forastero, estuve encarcelado… todo lo que hicisteis o dejasteis hacer con uno de estos pequeños, conMigo lo hicisteis o lo dejasteis de hacer” (cfr. Mt 23, 37-40).

Sin caridad, sin misericordia, la religión se vuelve un instrumento desafinado, una sombra sin luz, una parodia de la verdadera religión, una piedra lanzada al rostro, en vez de la mano tendida en ayuda, un insulto a Dios, en vez de la alabanza y la adoración, un sepulcro que aloja restos en descomposición, y no vida nueva en el Espíritu.

¿Dónde aprender la misericordia para con nuestro prójimo? Por supuesto que en el mismo Jesús, que da una muestra máxima de misericordia en la cruz, donando su vida por nosotros. También de los santos, como por ejemplo, la Madre Teresa de Calcuta, que puede decirse que fue una prolongación de la misericordia misma de Jesús en la tierra.

Pero la primera en obrar la misericordia, y no con un prójimo cualquiera, sino con su Hijo, que era Dios encarnado, es la Virgen María[1].

María obró con su Hijo Jesús todas las obras de misericordia: le dio de comer y de beber, lo nutrió con su substancia materna, lo alojó en un hospedaje especialísimo, su seno virgen materno, allí el peregrino en la tierra, el Verbo Eterno del Padre, recibió hospedaje por nueve meses, lo vistió, al nacer, con pañales, y para afrontar dignamente la Pasión, le tejió una túnica inconsútil, y al encarnarse, le proveyó un vestido especialísimo, una naturaleza humana; para que pudiera entregarse como Pan de Vida eterna, lo alimentó como Madre amorosa durante treinta años, con alimentos caseros, los mejores que hay, y más cuando son preparados por una Madre; cuando estuvo perdido en el templo, lo buscó y lo encontró, cuando estuvo encarcelado y cuando era conducido al patíbulo, lo reconfortó con su Presencia de Madre amorosa y dedicada. Incluso obró con su hijo la piadosa tarea de sepultar a los muertos, y nada menos que con el Hijo de su Corazón: después de muerto en la cruz, Ella lo llevó, con los discípulos, al sepulcro de piedra, y lo lloró con un llanto amargo e insondable por tres días.

María es la fuente de la misericordia, es la Madre de la Divina Misericordia, porque de Ella nació Dios Hijo encarnado, que es la encarnación de la Misericordia y del Amor divino. María es también nuestro modelo y nuestra Maestra de Misericordia, porque nos enseña a ser misericordiosos para con el prójimo más necesitado, así como Ella fue misericordiosa para con su Hijo Jesús, que era Dios, pero también bebé recién nacido, niño, joven, adulto, y fue el Hombre-Dios agonizante en la cruz, que recibió de María Santísima los últimos cuidados y las últimas atenciones, antes de morir.

La esencia de la religión católica es el amor a Dios y al prójimo, amor que se proclama no desde el ambón ni con palabras, sino con obras, como las obras que Ella hizo con su Hijo Jesús, y aunque no deben ser obradas esperando ninguna recompensa, María y Jesús recompensan a quienes las obren.


[1] Cfr. Laureano Castán Lacoma, Las Bienaventuranzas de María, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid4 1976, 157ss.

martes, 26 de abril de 2011

Oremos con el icono de la Resurrección del Señor

Cristo resucitó,
y de sus llagas
santas y gloriosas
ya no sale sangre,
sino la luz de la gloria
de su Ser divino.


Para orar con el icono de la Resurrección de Cristo debemos remontarnos al Viernes Santo, porque la Resurrección, en la gloria, en la luz y en el esplendor del Día Domingo, no se entiende sin la humillación, el dolor, el oprobio, la oscuridad y la muerte del Viernes Santo. Viernes Santo y Domingo de Gloria forman así dos extremos, unidos por el Sábado de Gloria.

En el Viernes Santo, Cristo muere en el altar de la cruz. Su Cuerpo, herido y lastimado por mil heridas, queda exangüe, sin sangre, porque ha dado hasta la última gota en la cruz. De sus heridas de los pies y de las manos, y de la herida abierta de su Corazón, ha brotado su sangre como de una fuente. Ahora ya no brota más, porque la ha dado toda.

En el momento en el que expira, en el Viernes Santo, se produce un eclipse solar que oscurece toda la tierra. Las tinieblas exteriores son figura de las verdaderas tinieblas, las tinieblas de los hombres, de sus almas, que en su odio deicida han matado a Dios en la cruz. Todo está oscuro en el Viernes Santo, oscuro y en silencio. También en el sepulcro de piedra, excavado en la roca, hay solo silencio y oscuridad. Solo se oye el triste llanto de la Madre de Dios, que llora suavemente la muerte del Hijo de su Amor.

El Viernes Santo y el Sábado Santo anteceden al Domingo de Resurrección, el cual no se explica sin éstos.

Si el Viernes el sol se había eclipsado y las tinieblas habían cubierto toda la tierra, y si el Sábado Santo, todo era oscuridad y silencio en el sepulcro de José de Arimatea, ahora, en el Domingo de Resurrección, todo es luz y alegría, y cantos de júbilo y alabanza de parte de los ángeles.

En el Viernes Santo, cuando Jesús murió en la cruz, el mundo quedó a oscuras, porque se apagó el Sol de justicia, Cristo Jesús; el Sábado Santo, cuando los discípulos, acompañados por María y las santas mujeres, dejaron el cuerpo muerto de Jesús en la losa fría del sepulcro, todo el sepulcro quedó a oscuras, porque la “Luz de luz”, el “Dios de Dios”, se había apagado, y todo estaba en tinieblas. Parecía el triunfo de las tinieblas, porque la gloria de Dios, que es luz, se había ocultado a los hombres, y éstos, en su maldad, creían haber dado muerte a Dios y a su gloria, creían haber apagado para siempre su luz.

Pero en el Domingo de Resurrección todo cambia. Del cuerpo muerto de Jesús, tendido sobre la piedra del sepulcro, comienza a verse una pequeña luz, a la altura de su corazón; esa luz, que primero tiene la intensidad de una pequeña candela, se va haciendo cada vez más y más intensa; aumenta su intensidad, y a la vez que ésta aumenta, se esparce, desde el corazón a todo el cuerpo de Jesús, inundándolo de luz; la luz se hace más intensa, tan intensa, que parece un sol, dos soles, mil soles juntos; se hace tan intensa, que ya no hay nada creado que se pueda comparar a esta luz; Jesús abre los ojos; de sus heridas del corazón, de sus manos y pies, todavía abiertas, surge, no ya la sangre del Calvario, sino la luz de la gloria de Dios; todo su cuerpo está inundado de la luz divina, que es la gloria de Dios, de una luz que surge de su propio Ser divino; su cuerpo, así glorificado y luminoso, atraviesa la sábana mortuoria, dejando impresa, por la luz y por el fuego, su imagen, y convierte la mortaja en el Santo Sudario; a partir de la Resurrección de Jesús, la mortaja, la tela que envolvía a un muerto, a un cadáver, será ahora la Sábana Santa, el testigo vivo de la Resurrección del Señor.

domingo, 17 de abril de 2011

Oremos con el icono de la Madre de Dios La Pasión

Este icono, del tipo de "Nuestra Señora del Perpetuo Socorro",
se llama también "Glykophilousa",
o "Del dulce beso".
En este icono los ángeles le muestran al Niño,
de modo anticipado, los instrumentos de su tortura,
y el Niño, ante la vista de la Pasión
que ha de sufrir,
siente temor, y gira en busca de su Madre,
en busca de consuelo, estirando su manito para acariciarla.
La Madre de Dios, a su vez,
besa tiernamente a su Hijo,
dando origen al nombre del icono.


Podemos orar con este icono meditando en lo que su nombre evoca: la Pasión del Hombre-Dios Jesucristo.

Para ello, he aquí un breve relato, desde el Huerto hasta la crucifixión.

Ya en el Huerto de los Olivos había conocido Jesús la ingratitud, la indiferencia y la decidia de sus discípulos: mientras Él sudaba sangre y experimentaba terror y una angustia de muerte (cfr. Mt 26, 38) ante la visión de la maldad de los pecados de los hombres, y mientras sufría en agonía porque sabía que muchas de las almas por las cuales Él moría se iban igualmente a condenar, sus discípulos, llevados por el cansancio de la jornada, pero también por la falta de amor hacia Jesús, y por la incomprensión del don de su amor que les estaba por hacer al morir por ellos en la cruz, duermen (cfr. Mt 26, 40).

Mientras Jesús suda sangre y llora de angustia y sufre el espanto de la visión de los pecados de la humanidad, los discípulos duermen en el Huerto de los Olivos.

Jesús conoce el abandono, la pereza, la indiferencia, la incomprensión de sus discípulos.

También en el Huerto de los Olivos había conocido la amargura y el dolor de la traición, al consumarse la entrega de Judas Iscariote. El dolor de Jesús se refleja en las palabras que dice a Judas: “Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?” (cfr. Lc 22, 48). Lo trata de ‘amigo’, y le hace ver que ha usado el signo propio de la amistad, el beso en la mejilla, para consumar la traición. El dolor de Jesús se ve aumentado porque quien lo entrega es alguien a quien Él considera su amigo: “Amigo”, le dice al ser entregado por Judas.

Luego del Huerto, cuando ya ha emprendido el camino de la cruz, a lo largo de todo el camino de la Pasión, Jesús recibe insultos, golpes, escupitajos. Es decir, tanto en el Huerto como en el camino de la cruz, Jesús sólo conoce por parte de los hombres abandono, traición, amargura, soledad, llanto, golpes y latigazos.

Jesús no solo no tiene consuelo de parte de los hombres, sino que los hombres, aliados con los ángeles caídos, y por permisión divina, se dejan llevar por la furia y el odio deicida, y descargan toda la maldad de sus corazones humanos en el cuerpo maltrecho del Cordero de Dios, que sin quejarse se deja llevar al matadero.

Sólo su Madre, María, le da el consuelo que le da fuerzas para llegar a la cima del Monte Calvario. Si de los hombres recibe insultos, golpes, furia homicida y deicida –llevados por un odio satánico, los hombres matarían a Dios si pudieran hacerlo-, de María recibe consuelo, amor, dulzura, paz, ternura, que obran en el Hombre-Dios, maltrecho y malherido, como si le aplicaran aceite y bálsamo en sus heridas cubiertas de sangre y de polvo.

La mirada de amor maternal de María, al cruzarse con la mirada de Jesús, en el momento en el que Jesús cae llevando la cruz –es el encuentro con la Madre, que se recuerda en el rezo del Via Crucis-, es más poderosa que la más poderosa de todas las medicinas y todos los ungüentos juntos.

La mirada de María a su Hijo Jesús, cuando cae con la cruz camino del Calvario, es la mirada del amor de la Madre de Dios, y basta esa mirada para que Jesús, el Hijo de las entrañas virginales de María, se levante renovado en sus fuerzas y lleve la cruz hasta la cima del Monte Calvario.

El Hijo de Dios experimenta el dolor y la tribulación de la cruz, pero recibe también de su Madre la mirada de su amor y el saber que su Madre está con Él hasta que Él entregue su espíritu al Padre. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (cfr. Mt 28, 16-20), les dice Jesús a sus discípulos; “Yo estoy contigo, Hijo de mi Corazón, todos los días hasta el fin de tus días”, le dice la Virgen a su Hijo Jesús, y lo acompaña a lo largo de la Pasión, y se queda con Él hasta que muere en la cruz.

Así como María acompaña a su Hijo Jesús en la Gran Tribulación de la cruz, así nos acompaña a nosotros, que también somos hijos suyos, en las tribulaciones de la vida, y así como Jesús recibió, en el camino del Calvario, la mirada de amor de su Madre, así nosotros debemos pedir lo mismo, para llevar hasta el fin la cruz de todos los días: debemos pedirle a María que nos acompañe en el camino de la vida, llevando la cruz; que sea su mirada de Madre amorosa la que nos de la fuerza del amor de Dios; que nos mire en nuestro desamparo, como miró a Jesús camino de la cruz.


P. Álvaro Sánchez Rueda

lunes, 11 de abril de 2011

Oremos con el icono de la Madre de Dios La Zarza ardiente



En el icono llamado “La zarza ardiente”, la Madre de Dios aparece dentro de una estrella de ocho puntas, formada por cuadrángulos de ángulos agudos y lados cóncavos. Uno de ellos es rojo, como símbolo del fuego que envuelve al arbusto, y el restante, de color verde, simboliza al arbusto. En el centro, dentro de un círculo, está la Madre de Dios Theotokos con el Niño Dios Pre-eterno; alrededor de ellos hay representaciones de animales mencionados en el Apocalipsis —un león, un águila y un cordero—, además de ángeles con sus atributos simbólicos: Miguel (Quien es como Dios), con un cetro; Rafael (Medicina de Dios), con un alabastro; Uriel (Luz de Dios), con una espada de fuego; Salaphiel (Alabanzas a Dios), con un incensario, y Barachel (Bendición de Dios), con un ramo de uvas. La Madre de Dios sostiene en sus manos una escalera, que simboliza el camino que conduce a los creyentes al Cielo.
El episodio de la zarza que arde pero que no se consume
Para rezar con este icono debemos remontarnos a la Sagrada Escritura, en el pasaje del libro del Exodo en donde se habla de la zarza ardiente. Dice así este pasaje: “Moisés era pastor del rebaño de Jetró su suegro, sacerdote de Madián. Una vez llevó las ovejas más allá del desierto; y llegó hasta Horeb, la montaña de Dios. El ángel de Yahveh se le apareció en forma de llama de fuego, en medio de una zarza. Vio que la zarza estaba ardiendo, pero que la zarza no se consumía. Dijo, pues, Moisés: ‘Voy a acercarme para ver este extraño caso: por qué no se consume la zarza’. Cuando vio Yahveh que Moisés se acercaba para mirar, lo llamó de en medio de la zarza, diciendo: ‘¡Moisés, Moisés!’ El respondió: ‘Heme aquí.’” (3, 1-3).
En el pasaje de la Escritura, un fuego arde en una zarza, sin consumirla, lo cual ya nos habla de un prodigio divino, pues lo natural sería que se consumiera por la acción del fuego. ¿Qué es este fuego prodigioso?
En el relato notamos que la zarza o arbusto no arde porque el fuego que está en ella no es un fuego material, ya que es “el ángel de Dios”, y el ángel de Dios es un ser espiritual y puro, por eso la zarza no se consume. Es decir, Moisés ve un fuego, pero ese fuego en realidad es el ángel de Dios, y como éste es un ser espiritual, no consume a la zarza, que es material. El prodigio divino es doble: el fuego no consume a la zarza, la zarza no arde porque el fuego es un fuego espiritual, ya que es “el ángel de Yahveh”.
Significado del episodio bíblico
¿Qué simboliza este episodio? Muchos autores ven en la zarza ardiente una prefiguración de la Virgen María, y haciéndose eco de esta interpretación, es que el icono toma el pasaje de la Escritura para aplicarlo a la Madre de Dios. De esta manera, el icono toma el nombre y la simbología del episodio de la Escritura, y lo aplica a Virgen: Ella, al igual que la zarza de la Escritura, arde sin consumirse en un fuego espiritual, el fuego del Espíritu Santo, el Amor de Dios. Por este motivo es la Llena de gracia, porque no solo contiene la plenitud de la gracia, sino al Autor de la gracia, el Espíritu Santo. Este último hecho origina otro de los nombres que recibe María: debido a que el Espíritu Santo es llamado Todo Santo —Panaghion, en griego—, la Virgen, Esposa del Espíritu Santo, y Llena de El, es llamada Toda Santa, Panaghia.
Según este icono, la zarza ardiente de la Escritura (cf. Ex 3, 1-4) es un símbolo de la Madre de Dios: la Madre de Dios es la zarza, el fuego que arde en ella sin consumirla es el Espíritu Santo, y aquello que surge de esta zarza que arde sin consumirse es el Hijo de Dios.
Así como lo zarza no se consume ni queda reducida a cenizas por el fuego, así la humanidad de María Santísima no se consume ni se aniquila debido a la presencia del Espíritu Santo en Ella, fuego divino que arde sin consumir.
Y así como la zarza con el fuego no solo da calor a quien se acerca a ella, sino que alumbra con la luz de la llama, así quien se acerca a María se ve cobijado por el fuego del amor de su Corazón inmaculado e iluminado por la luz que irradia su ser entero inhabitado por el Espíritu de Dios.
La zarza y el fuego, la Madre de Dios y el Espíritu
La zarza arde en el desierto y da luz y calor; María, llena del Espíritu Santo, arde en el desierto de la vida humana y da la luz y el calor que provienen de su interior, la naturaleza divina de su Hijo Jesús, Unigénito de Dios.
De la misma manera, así como en la zarza que arde en las llamas se escucha, desde esas mismas llamas, la voz del Dios Unico, Yahvéh, revelando su Palabra: “Yo Soy”, así, desde la humanidad de María, ardiente en el fuego del Espíritu, se escucha la voz de Dios Hijo, que la ilumina y le comunica de su fuego, diciendo: “Yo Soy”.
El fuego de la zarza, siendo fuego real y no imaginario, deja intacta a la zarza, sin consumirla ni reducirla a cenizas; el fuego del Espíritu, siendo fuego divino, real y no imaginario, metafórico o simbólico, deja intacta a la Virgen María, sin consumirla ni reducirla a cenizas.
Por otra parte, así como la luz y el calor se irradiaban de la zarza sin dañarla y sin alterarla en su substancia, permaneciendo en su integridad, así la luz y el calor del Espíritu se irradian desde la Virgen sin dañarla y sin alterarla en su substancia, permaneciendo la Virgen en su integridad antes, durante y después de dar al mundo a la Luz inaccesible, Jesús encarnado.
La zarza con su luz ilumina el desierto como un prodigio celestial; la Virgen María con su luz, la luz de su Hijo Jesucristo, el Cordero que es la lámpara de la Jerusalén celestial, la luz que se irradia desde el Sacramento del altar, como un prodigio celestial, permanece a lo largo de la historia humana, iluminándola con el esplendor divino.
Así como la zarza del libro del Exodo ardía sin consumirse porque el fuego era en realidad el ángel de Dios, así en el caso de la Madre de Dios, el fuego que arde en el interior de la Virgen María, sin consumirla, es un fuego espiritual, sobrenatural, es el Espíritu Santo. Pero también el fruto del seno virgen de la Madre de Dios es fuego, porque el Hijo lo es, porque es fuego su divinidad, la divinidad que enciende con su contacto a su humanidad, a su cuerpo y su alma, en el seno de María. Es esto lo que dice el himno del icono: “Así como la zarza ardía pero no se consumía, así Tú diste nacimiento permaneciendo virgen” (Himno Oktoechos, segundo tono). La zarza entonces es la humanidad de la Madre de Dios; es la Madre de Dios, en su persona humana, que está inhabitada por el fuego de Dios, el Amor divino, el Espíritu Santo, que está en Ella ardiendo con el amor eterno de la divinidad, sin consumirla, sin que pierda su virginidad, y de esta zarza ardiente, de esta zarza que es la Virgen, surge el Hijo eterno del Padre, Dios Hijo, como Niño Dios. Y ese Niño es también fuego de amor eterno, porque es Dios, como el Padre y como el Espíritu Santo.

viernes, 8 de abril de 2011

Oremos con el icono de la Madre de Dios La Puerta



Podemos rezar con este icono recordando qué es lo que es una puerta común y corriente: una puerta es algo que separa a dos ambientes; si está cerrada, impide el paso de un lugar a otro. La puerta puede ser abierta sólo por el dueño de casa: si el dueño de casa no lo permite, la puerta permanece cerrada.

En el caso de la Madre de Dios, Ella es “puerta” porque separa, a la vez que une, más que dos ambientes, como lo haría una puerta común, dos mundos: el mundo sobrenatural, el mundo de Dios y su gracia, y el mundo nuestro, el mundo de los hombres. María es la Puerta sellada por su Dueño, el Espíritu Santo, y permanece sellada para cualquier criatura, y sólo pueden entrar y salir de Ella –que permanece misteriosamente siempre cerrada y sellada- el Hijo de Dios, que entra en Ella por el Espíritu Santo, y que nace de Ella “como un rayo de sol atraviesa un cristal”, y a la gracia divina, de la cual Ella es Medianera. María es una puerta muy pero muy especial: aún cuando a través de Ella pase el Hijo de Dios, desde el cielo a este mundo, permanece siempre sellada y cerrada, por el poder del Espíritu, y esto porque Ella es Virgen antes, durante y después del parto.

Que la Virgen María sea “Puerta”, lo dice un Padre de la Iglesia, San Jerónimo: “…opinan algunos que esta puerta cerrada por la cual entra solamente el Señor Dios de Israel… designa a la Virgen María, que permaneció virgen antes y después del parto. Era virgen cuando el Ángel le dijo: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra, y el fruto santo que nacerá de ti se llamará Hijo de Dios”; lo era también cuando Jesús nació, y permaneció virgen siempre. Digo esto para refutar a los que suponen que después del nacimiento del Salvador María tuvo otros hijos de José, fundándose en que el Evangelio habla de los hermanos de Jesús” (Coment. de Ezequiel, XIII, 44). San Jerónimo dice: “Ella es la puerta oriental siempre cerrada, como dice Ezequiel, y siempre resplandeciente, ya esconda o ya manifieste al Santo de los santos; puerta a través de la cual entra y sale el Sol de justicia, nuestro Pontífice según el orden de Melquisedec…” (Carta 49, 21).

Entonces, siguiendo a los Padres, decimos que María es la Puerta celestial que, permaneciendo misteriosamente siempre sellada, comunica a este mundo con el otro: Ella, en la Encarnación y en el Nacimiento, es el Portal de eternidad, que permite el ingreso del Dios Eterno y Tres veces Santo, Jesucristo, a nuestro tiempo y a nuestra historia, en la fría noche de Belén.

Pero dijimos que una puerta da paso en un sentido y en otro: María es también, con su Corazón Inmaculado, la Puerta por donde entran los pecadores al refugio celestial que los ampara de la ira divina. Ella abre las puertas de su Corazón Inmaculado a aquellos pecadores que, merecedores de la ira divina, se refugian en Ella hasta que pasa el furor de Dios. Además, Ella es la Puerta por la cual se tiene acceso, más que al templo de Dios, a Dios mismo, porque por Ella acceden las almas a Jesucristo. Dicen los santos como San Luis María Grignon de Montfort, que si queremos ser escuchados por Jesucristo, y si no queremos ser rechazados por Él, entonces tenemos que ir por María: por María a Jesús. La Madre de Dios entonces es la Puerta que nos da acceso a su Hijo Jesucristo.

Por último, María-Puerta es modelo de la Iglesia-Portal de eternidad, que comunica este mundo con el otro, cuando por la Santa Misa se abren los cielos en el altar, y entra en nuestro mundo, venido desde la eternidad, el Hijo de Dios, Jesucristo en la Eucaristía.

miércoles, 6 de abril de 2011

Oremos con el icono de la Madre de Dios La Flor Inmarcesible


¿De qué manera podemos rezar con este icono? Podemos rezar teniendo en cuenta el significado místico y sobrenatural del jardín en el cual crece esta Flor, pero para ello, debemos antes recordar qué fue lo que pasó con el primer jardín que Dios creó para la humanidad.

En el inicio del tiempo y de la historia humana Dios creó un jardín, llamado Jardín del Edén, destinado a servir de hogar a la criatura predilecta de Dios, el hombre. Con su Sabiduría y su Amor, Dios creó este jardín lleno de hermosuras y de delicias, para que en él el hombre se sintiera a gusto y fuera feliz. Lo creó con árboles frutales, con flores magníficas, con prados verdes y con arroyos de agua cristalina, y con toda clase de hermosuras y delicias, que superan a la imaginación humana. Este Jardín del Edén era un lugar hermosísimo, lleno de paz, de serenidad y de alegría, de felicidad, creado especialmente para el hombre, para que el hombre fuera eternamente feliz en él, porque el hombre era, entre toda la Creación, la criatura predilecta de Dios, y tan predilecta, que la había hecho a su “imagen y semejanza”: libre, con inteligencia, y con capacidad de amar.

Pero sucedió que el Ángel Caído, el Rebelde, aquel que luego de contemplar la hermosura de Dios, y a pesar de saber que Dios era el Único que merecía ser adorado, honrado y servido, cometió en el cielo, en el instante de prueba a la que fue sometido, un pecado horrible: decidió, contra toda razón y contra toda verdad, proclamarse igual a Dios y no servirlo y, en el colmo de su locura, arrastró a muchos ángeles con él en su caída. En su caída debida a su locura voluntaria, que lo llevó a creerse igual a Dios, pasó por el Jardín del Edén, creado por Dios para los padres de la humanidad, Adán y Eva, y en su paso, pisoteó el Jardín de Dios, arruinándolo con sus garras y con su aliento pestilente de rebelión, de odio y de locura deicida, y lo arruinó porque consiguió engañar a Adán y Eva, llevándolos a cometer el Primer Pecado de la humanidad, el Pecado Original, pecado por el cual entró en el Jardín, antes soleado y perfumado, lleno de vida y de color, el hálito frío y seco de la muerte, y el olor nauseabundo de la rebelión contra Dios y del orgullo humano. El diablo, habiendo pecado de soberbia en el cielo, consiguió que los primeros seres humanos pecaran también en el Paraíso, con su mismo pecado de soberbia, arruinando la obra de Dios.

El pecado de los primeros Padres de la humanidad fue como un viento huracanado que arrasó con el Jardín del Edén, el Paraíso creado por Dios para el hombre.

Por el pecado, el Jardín de Dios quedó destruido, sus flores pisoteadas, sus árboles arrancados de cuajo, sus ríos de montaña se secaron, su pasto verde quedó marchitado. El pecado –el del diablo, el de los primeros padres, el pecado mortal de cualquier descendiente de Adán y Eva- es como un hálito de hielo que con su frío mata la vida del alma, así como la helada nocturna deja sin vitalidad a las plantas de un huerto florecido.

Pero a Dios nadie le gana, y mucho menos un pobre diablo, un ángel caído, que ha perdido la hermosura y la inteligencia que le daba la gracia divina, y por eso, habiendo sido desolado por el pecado de los corazones humanos las flores de su jardín, decidió construir otro Jardín, un nuevo Jardín, en donde crecería una Flor que jamás de los jamases podría ser marchitada ni mancillada ni cortada por ninguna criatura, ni angélica ni humana, y ese Jardín es la gracia, y esa Flor Toda Preciosa, Inmarcesible e Inmaculada, es la Virgen María, la Madre de Dios, adornada y embellecida no sólo porque en Ella no hay mancha alguna de maldad, sino ante todo porque en Ella se encuentra la plenitud de la gracia divina.

María es la Flor Inmarcesible, que se levanta, hermosa e inmaculada, en medio del Nuevo Jardín que Dios creó, el reino de la gracia, y es la Flor más preciada de este reino, porque en Ella inhabita el Espíritu Santo.

martes, 5 de abril de 2011

Angelus Eucarístico


Angelus Eucarístico

“El sacerdote del Señor pronunció las palabras de la consagración/

Y el Espíritu Santo fecundó el seno de la Iglesia,/

Prolongando la Encarnación del Verbo/

En la Eucaristía/.


Ave, Iglesia Santa y Pura, Llena eres del Espíritu de Dios,/

Bendita eres para la humanidad toda/

Porque Bendito es Jesús Eucaristía,/

El fruto de tu seno virgen,/

El altar eucarístico/.

Santa Madre Iglesia,/

Ruega por nosotros, pecadores,/

Ahora, y úngenos en la hora de la muerte. Amén/.


He aquí la Iglesia del Señor,/

La Palabra de Dios obre en Mí la conversión/

Del pan en el Cuerpo/

Y del vino en la Sangre/

Del Señor/.


Ave, Iglesia Santa y Pura, …


Y el Verbo de Dios prolongó su encarnación

en la Eucaristía

Y habitó y habitará entre los hombres/

Hasta el fin de los tiempos/.


Ave, Iglesia Santa y Pura, …

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo/

Como era en el principio,

Ahora y siempre,

Por los siglos de los siglos. Amén. (Tres veces)


Oremos. Te suplicamos, Señor, derrames tu gracia en nuestras almas, para que, habiendo conocido por la voz del sacerdote en la consagración, la Presencia de Tu Hijo en el Sacramento de la Eucaristía, seamos llevados, por los méritos de su Pasión y Muerte en cruz renovados incruentamente en el altar, a la gloria de la Resurrección. Por Cristo Nuestro Señor. Amén”.

lunes, 4 de abril de 2011

Oremos con el icono de la Madre de Dios La Estrella más brillante



El icono mariano “La Estrella más brillante” muestra a la Madre de Dios de pie y sosteniendo en sus brazos al Niño Jesús. A sus espaldas, una estrella brilla, y en su resplandor esparce rayos de luz. Entre éstos, que se encuentran rodeados por nubes, hay escenas de la vida de la Virgen y de su Hijo. En la parte superior, se puede leer la inscripción: “Esta maravillosa imagen es la Estrella más brillante, la Madre de Dios, Reina del cielo”.

Podemos rezar con este icono meditando el significado del nombre: “La Estrella más brillante”.

El primer significado debemos buscarlo en la estrella: “Estrella” es uno de los nombres de la Madre de Dios, aunque Ella no es una estrella común, es “la más brillante”, que no puede ser otra cosa que la llamada Lucero.

El lucero de la mañana es la estrella que brilla con más intensidad, y cuando se lo ve aparecer, significa que la noche está finalizando y que la aurora, el amanecer, la mañana, el día propiamente dicho está ya llegando. Su presencia por lo tanto se asocia al fin de la noche, de las tinieblas, de la oscuridad, y al inicio del día y de la luz, porque el sol ya se levanta en el horizonte. La Virgen es la “Estrella más brillante”, porque su presencia anuncia la llegada de la Nueva Era cristiana; su nacimiento inmaculado, y su concepción como la Llena de gracia, es la “señal de los cielos” (Ap 12, 3), que anuncia el fin de la oscuridad y del dominio del Príncipe de las tinieblas, porque de Ella habrá de nacer, milagrosamente, el Sol de justicia, el Dios Luz, que proviene de Dios Luz, Jesucristo.

El otro significado con el cual podemos orar con este icono está dado por el brillo de la estrella: si algo brilla, es porque tiene o refleja la luz, y la luz es, en el lenguaje eclesiástico, la gracia de Dios. Por ejemplo, los Padres de la Iglesia llaman a la gracia “luz de Dios”, haciendo una comparación con la del Sol, llamada por los antiguos “gracia del Sol”. En las Escrituras se llama “hijos de la luz” (Lc 19, 8) a quienes Dios ha adoptado como tales por la gracia. San Pablo relata el antes y el después de la adopción por la gracia, en términos de tinieblas y de luz: “Anteriormente erais tinieblas, pero al presente sois luz en el Señor” (Epístola 1, 17); san Pedro dice: “Sois una raza escogida para anunciar las perfecciones de aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pe 2, 9).

También la Iglesia, en su Magisterio, considera a la gracia como luz que emite brillo. El catecismo romano dice: “En cierto modo es un brillo, una luz que disipa todas las manchas de nuestras almas a las que embellece y hace más brillantes” (Pars II, c. 2, q. 49). El sacramento del Bautismo, por el cual somos regenerados por la gracia, es llamado por los Padres san Justino y san Clemente de Alejandría “sacramento de la iluminación”, o “la iluminación”.

En el Magisterio, en la Tradición, en los Padres de la Iglesia, se ve a la gracia de Dios como una luz que emite brillo, y que continúa siendo luz cuando obra en nuestra naturaleza humana. La naturaleza divina es en sí misma luz, y la luz más pura. Cuando participamos de la naturaleza divina por la gracia, esta sigue siendo una luz, procedente del seno de Dios, y cuando llega a nuestra alma, la ilumina, la glorifica y la transforma, de claridad en claridad, hasta convertir al alma en la imagen de Dios. El es, según Santiago, “Padre de las luces, de quien procede todo don excelente y toda gracia perfecta” (Epístola 1, 17), y la gracia, entonces, es la más pura y la más hermosa de todas las luces, con la cual Dios nos revela las profundidades de su gloria, para que lo contemplemos cara a cara, y —misterio de los misterios— nos convirtamos en una luminosa imagen suya.

Entonces, si el brillo es el resplandor y el reflejo de la luz, y la luz es símbolo de la gracia, y así brillan en el Cielo los ángeles y los santos, porque participan de la gracia divina, por lo mismo brillan también las vestiduras y el rostro de Cristo en el monte Tabor y en la Resurrección, porque El es la Gracia Increada, y la Virgen es la “Estrella más brillante”, porque Ella es la Llena de gracia.

El Sol, que es el “dador de luz” para nuestro planeta, es una de las imágenes más sublimes de Dios, quien es, para el mundo espiritual, lo que el astro rey es para el mundo material. Dios es el Sol de justicia y de Verdad eterna, es el “Sol que nace de lo alto” (Lc 1, 68-79), es el Sol de más alta belleza y de infinito amor, de la gloria pura y de perfecta bondad. “Dios es luz, y en El no hay tinieblas”, dice San Juan (1 Jn 1, 5).

La Naturaleza Divina es en sí misma la más pura luz, y si nosotros nos hacemos partícipes de ella por la gracia —que nos viene por los sacramentos—, esta última debe ser —y es— también luz, una luz que, surgiendo de lo más profundo del ser de Dios, ilumina nuestra alma y la transforma, de gloria en gloria, en la imagen de Dios (cf. 2 Cor 3, 18). Y si Dios en sí mismo es luz, y “Padre de las luces”, de quien viene “todo don perfecto” (Sant 1, 17), la gracia, como su don más perfecto es también la más pura y sublime luz, cuyo padre es Dios. Es por la luz de la gracia que podemos, en medio de las tinieblas de este mundo, ser iluminados de manera tal, que podamos encontrar el camino que nos conduce a Dios. Es por ella que nos encaminamos, jornada tras jornada, hacia el día sin ocaso, la eternidad divina, en donde resplandecerá para siempre, iluminando a los espíritus beatos, no el Sol del sistema solar, sino el Sol de justicia que es Dios Uno y Trino.

Cuando llegue ese día, seremos introducidos en la luz eterna de Dios, quien nos manifestará su divino esplendor en toda su majestad y señorío, y nos permitirá contemplarlo, para siempre, cara a cara.

Al contemplar entonces el icono “La Estrella más brillante”, y al rezar con él, pensemos cómo también nosotros estamos llamados a ser, en la otra vida, algo más grande que una estrella brillante: estamos llamados a brillar, por la eternidad, con la luz de la gloria de Dios.