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martes, 26 de abril de 2011

Oremos con el icono de la Resurrección del Señor

Cristo resucitó,
y de sus llagas
santas y gloriosas
ya no sale sangre,
sino la luz de la gloria
de su Ser divino.


Para orar con el icono de la Resurrección de Cristo debemos remontarnos al Viernes Santo, porque la Resurrección, en la gloria, en la luz y en el esplendor del Día Domingo, no se entiende sin la humillación, el dolor, el oprobio, la oscuridad y la muerte del Viernes Santo. Viernes Santo y Domingo de Gloria forman así dos extremos, unidos por el Sábado de Gloria.

En el Viernes Santo, Cristo muere en el altar de la cruz. Su Cuerpo, herido y lastimado por mil heridas, queda exangüe, sin sangre, porque ha dado hasta la última gota en la cruz. De sus heridas de los pies y de las manos, y de la herida abierta de su Corazón, ha brotado su sangre como de una fuente. Ahora ya no brota más, porque la ha dado toda.

En el momento en el que expira, en el Viernes Santo, se produce un eclipse solar que oscurece toda la tierra. Las tinieblas exteriores son figura de las verdaderas tinieblas, las tinieblas de los hombres, de sus almas, que en su odio deicida han matado a Dios en la cruz. Todo está oscuro en el Viernes Santo, oscuro y en silencio. También en el sepulcro de piedra, excavado en la roca, hay solo silencio y oscuridad. Solo se oye el triste llanto de la Madre de Dios, que llora suavemente la muerte del Hijo de su Amor.

El Viernes Santo y el Sábado Santo anteceden al Domingo de Resurrección, el cual no se explica sin éstos.

Si el Viernes el sol se había eclipsado y las tinieblas habían cubierto toda la tierra, y si el Sábado Santo, todo era oscuridad y silencio en el sepulcro de José de Arimatea, ahora, en el Domingo de Resurrección, todo es luz y alegría, y cantos de júbilo y alabanza de parte de los ángeles.

En el Viernes Santo, cuando Jesús murió en la cruz, el mundo quedó a oscuras, porque se apagó el Sol de justicia, Cristo Jesús; el Sábado Santo, cuando los discípulos, acompañados por María y las santas mujeres, dejaron el cuerpo muerto de Jesús en la losa fría del sepulcro, todo el sepulcro quedó a oscuras, porque la “Luz de luz”, el “Dios de Dios”, se había apagado, y todo estaba en tinieblas. Parecía el triunfo de las tinieblas, porque la gloria de Dios, que es luz, se había ocultado a los hombres, y éstos, en su maldad, creían haber dado muerte a Dios y a su gloria, creían haber apagado para siempre su luz.

Pero en el Domingo de Resurrección todo cambia. Del cuerpo muerto de Jesús, tendido sobre la piedra del sepulcro, comienza a verse una pequeña luz, a la altura de su corazón; esa luz, que primero tiene la intensidad de una pequeña candela, se va haciendo cada vez más y más intensa; aumenta su intensidad, y a la vez que ésta aumenta, se esparce, desde el corazón a todo el cuerpo de Jesús, inundándolo de luz; la luz se hace más intensa, tan intensa, que parece un sol, dos soles, mil soles juntos; se hace tan intensa, que ya no hay nada creado que se pueda comparar a esta luz; Jesús abre los ojos; de sus heridas del corazón, de sus manos y pies, todavía abiertas, surge, no ya la sangre del Calvario, sino la luz de la gloria de Dios; todo su cuerpo está inundado de la luz divina, que es la gloria de Dios, de una luz que surge de su propio Ser divino; su cuerpo, así glorificado y luminoso, atraviesa la sábana mortuoria, dejando impresa, por la luz y por el fuego, su imagen, y convierte la mortaja en el Santo Sudario; a partir de la Resurrección de Jesús, la mortaja, la tela que envolvía a un muerto, a un cadáver, será ahora la Sábana Santa, el testigo vivo de la Resurrección del Señor.

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