El icono mariano “La Estrella más brillante” muestra a la Madre de Dios de pie y sosteniendo en sus brazos al Niño Jesús. A sus espaldas, una estrella brilla, y en su resplandor esparce rayos de luz. Entre éstos, que se encuentran rodeados por nubes, hay escenas de la vida de la Virgen y de su Hijo. En la parte superior, se puede leer la inscripción: “Esta maravillosa imagen es la Estrella más brillante, la Madre de Dios, Reina del cielo”.
Podemos rezar con este icono meditando el significado del nombre: “La Estrella más brillante”.
El primer significado debemos buscarlo en la estrella: “Estrella” es uno de los nombres de la Madre de Dios, aunque Ella no es una estrella común, es “la más brillante”, que no puede ser otra cosa que la llamada Lucero.
El lucero de la mañana es la estrella que brilla con más intensidad, y cuando se lo ve aparecer, significa que la noche está finalizando y que la aurora, el amanecer, la mañana, el día propiamente dicho está ya llegando. Su presencia por lo tanto se asocia al fin de la noche, de las tinieblas, de la oscuridad, y al inicio del día y de la luz, porque el sol ya se levanta en el horizonte. La Virgen es la “Estrella más brillante”, porque su presencia anuncia la llegada de la Nueva Era cristiana; su nacimiento inmaculado, y su concepción como la Llena de gracia, es la “señal de los cielos” (Ap 12, 3), que anuncia el fin de la oscuridad y del dominio del Príncipe de las tinieblas, porque de Ella habrá de nacer, milagrosamente, el Sol de justicia, el Dios Luz, que proviene de Dios Luz, Jesucristo.
El otro significado con el cual podemos orar con este icono está dado por el brillo de la estrella: si algo brilla, es porque tiene o refleja la luz, y la luz es, en el lenguaje eclesiástico, la gracia de Dios. Por ejemplo, los Padres de la Iglesia llaman a la gracia “luz de Dios”, haciendo una comparación con la del Sol, llamada por los antiguos “gracia del Sol”. En las Escrituras se llama “hijos de la luz” (Lc 19, 8) a quienes Dios ha adoptado como tales por la gracia. San Pablo relata el antes y el después de la adopción por la gracia, en términos de tinieblas y de luz: “Anteriormente erais tinieblas, pero al presente sois luz en el Señor” (Epístola 1, 17); san Pedro dice: “Sois una raza escogida para anunciar las perfecciones de aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pe 2, 9).
También la Iglesia, en su Magisterio, considera a la gracia como luz que emite brillo. El catecismo romano dice: “En cierto modo es un brillo, una luz que disipa todas las manchas de nuestras almas a las que embellece y hace más brillantes” (Pars II, c. 2, q. 49). El sacramento del Bautismo, por el cual somos regenerados por la gracia, es llamado por los Padres san Justino y san Clemente de Alejandría “sacramento de la iluminación”, o “la iluminación”.
En el Magisterio, en la Tradición, en los Padres de la Iglesia, se ve a la gracia de Dios como una luz que emite brillo, y que continúa siendo luz cuando obra en nuestra naturaleza humana. La naturaleza divina es en sí misma luz, y la luz más pura. Cuando participamos de la naturaleza divina por la gracia, esta sigue siendo una luz, procedente del seno de Dios, y cuando llega a nuestra alma, la ilumina, la glorifica y la transforma, de claridad en claridad, hasta convertir al alma en la imagen de Dios. El es, según Santiago, “Padre de las luces, de quien procede todo don excelente y toda gracia perfecta” (Epístola 1, 17), y la gracia, entonces, es la más pura y la más hermosa de todas las luces, con la cual Dios nos revela las profundidades de su gloria, para que lo contemplemos cara a cara, y —misterio de los misterios— nos convirtamos en una luminosa imagen suya.
Entonces, si el brillo es el resplandor y el reflejo de la luz, y la luz es símbolo de la gracia, y así brillan en el Cielo los ángeles y los santos, porque participan de la gracia divina, por lo mismo brillan también las vestiduras y el rostro de Cristo en el monte Tabor y en la Resurrección, porque El es la Gracia Increada, y la Virgen es la “Estrella más brillante”, porque Ella es la Llena de gracia.
El Sol, que es el “dador de luz” para nuestro planeta, es una de las imágenes más sublimes de Dios, quien es, para el mundo espiritual, lo que el astro rey es para el mundo material. Dios es el Sol de justicia y de Verdad eterna, es el “Sol que nace de lo alto” (Lc 1, 68-79), es el Sol de más alta belleza y de infinito amor, de la gloria pura y de perfecta bondad. “Dios es luz, y en El no hay tinieblas”, dice San Juan (1 Jn 1, 5).
La Naturaleza Divina es en sí misma la más pura luz, y si nosotros nos hacemos partícipes de ella por la gracia —que nos viene por los sacramentos—, esta última debe ser —y es— también luz, una luz que, surgiendo de lo más profundo del ser de Dios, ilumina nuestra alma y la transforma, de gloria en gloria, en la imagen de Dios (cf. 2 Cor 3, 18). Y si Dios en sí mismo es luz, y “Padre de las luces”, de quien viene “todo don perfecto” (Sant 1, 17), la gracia, como su don más perfecto es también la más pura y sublime luz, cuyo padre es Dios. Es por la luz de la gracia que podemos, en medio de las tinieblas de este mundo, ser iluminados de manera tal, que podamos encontrar el camino que nos conduce a Dios. Es por ella que nos encaminamos, jornada tras jornada, hacia el día sin ocaso, la eternidad divina, en donde resplandecerá para siempre, iluminando a los espíritus beatos, no el Sol del sistema solar, sino el Sol de justicia que es Dios Uno y Trino.
Cuando llegue ese día, seremos introducidos en la luz eterna de Dios, quien nos manifestará su divino esplendor en toda su majestad y señorío, y nos permitirá contemplarlo, para siempre, cara a cara.
Al contemplar entonces el icono “La Estrella más brillante”, y al rezar con él, pensemos cómo también nosotros estamos llamados a ser, en la otra vida, algo más grande que una estrella brillante: estamos llamados a brillar, por la eternidad, con la luz de la gloria de Dios.
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