“Una espada de dolor te atravesará el corazón” (cfr. Lc 2, 35). Apenas nacido el Niño, la Virgen María, acompañada por San José, lleva al Niño para cumplir con el precepto legal, que mandaba consagrar el primogénito a Dios.
Consciente de que el Niño que lleva en sus brazos, ha sido engendrado por el Espíritu (cfr. Mt 1, 20), según el anuncio del ángel, y extasiada en la contemplación del fruto de sus entrañas, que es al mismo tiempo su Dios y su Creador, María exulta de gozo en el momento en el que ingresa en el templo de Jerusalén para consagrar a su Hijo.
Pero en la vida de la Virgen, las alegrías siempre iban acompañadas por la sombra de la cruz, y el momento de la Presentación del Niño en el Templo es uno de esos momentos. Según el Evangelio, habiendo ingresado María en el templo acompañada de San José, y con el Niño en sus brazos, se le acerca el anciano Simeón quien, lleno del Espíritu Santo, anuncia una profecía: una espada de dolor atravesará el Corazón Inmaculado de María Santísima. No podía la Virgen en ese momento saber cuándo se cumpliría la profecía de Simeón, pero como sabía que venía de Dios, “guardaba todas estas cosas en su Corazón”, a la espera de su cumplimiento.
Fue en la Pasión en donde María tuvo más presentes que nunca las palabras del anciano Simeón, porque fue ahí cuando se hicieron efectiva y dolorosa realidad. Cuando el centurión romano se acercó a Jesús, y le atravesó el Corazón para asegurarse de que ya estaba muerto, fue en ese instante, en el que el frío metal de la lanza del soldado romano atravesaba y hendía la piel y el músculo del Corazón del Salvador, que María Santísima sintió, en su propio Corazón, que una espada de dolor, como un cuchillo frío y metálico, le atravesaba de lado a lado, dejándola sin aliento, y al borde de la muerte por tanto dolor.
La Virgen no padeció físicamente la Pasión de su Hijo, pero sí experimentó todos sus dolores, tan vivamente en su alma, como los experimentaba su Hijo Jesús, y fue así como, en el mismo instante en el que el frío hierro de la lanza del soldado romano fisuraba y atravesaba el Corazón de Jesús suspendido en la cruz, en ese mismo instante, el Corazón de la Madre de los Dolores sufría un dolor idéntico, sintiendo y experimentando en Ella misma el dolor del Corazón de su Hijo.
Es entonces en la Pasión toda, y especialmente en el momento de la cruz, en el momento de ser atravesado el Corazón de Jesús, cuando la profecía de Simeón se cumple. Es también el momento de la gran misericordia para el mundo, porque el Corazón traspasado de Jesús es como un dique que, rotas sus paredes, no puede contener más el ímpetu desbordante del océano de misericordia divina, que inunda desde entonces el mundo entero. Y así como el Corazón de Jesús se abre para inundar con el Amor de Dios a toda la humanidad, así también el Corazón de la Madre se abre al amor de sus hijos adoptivos, adoptando como hijos suyos muy amados a todos los hombres al pie de la cruz.
Pero el dolor de la Virgen, y la herida de amor del Corazón traspasado de Jesús, no son cosas del pasado: puesto que Jesús es Dios eterno, su sacrificio en cruz está en Acto presente, abarcando todos los tiempos de la humanidad, y como ese sacrificio se renueva sacramentalmente en la liturgia de la Santa Misa, es allí en donde la Virgen, Presente en cuerpo y alma glorificados, experimenta aún el dolor en su Corazón, y es allí en donde el Corazón de su Hijo, traspasado en la cruz, derrama su sangre, que cae sobre la humanidad y sobre el cáliz, para perdonar a los hombres.
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