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sábado, 27 de febrero de 2010

El ícono de la Madre de Dios de Vladimir o Nuestra Señora de la Ternura


En este ícono, llamado “Nuestra Señora de la Ternura” y también “Madre de Dios de Vladimir”, la Virgen nos habla de la Trinidad, representada en las estrellas que forman, en su disposición, entre su frente y sus hombros, un triángulo. Las estrellas, que son tres en total, se disponen en el velo que cubre la frente, y en el velo que cae sobre sus hombros.
A través del ícono, la Virgen nos habla de la Trinidad por un doble camino: por un lado, Ella es el Tabernáculo Sagrado en el cual inhabita Dios Uno y Trino; por otro, Ella es el Portal de la eternidad, por el cual el misterio de la Santísima Trinidad se nos hace presente y visible en su Hijo Jesús.
La Santísima Trinidad devela su misterio sobrenatural a través de la Madre de Dios, porque es a través de María Santísima que el plan divino de salvación de Dios Uno y Trino comienza a gestarse, y es a través del fruto de sus entrañas, Cristo Jesús, por quien el misterio de la Trinidad se nos revela: en Ella se encarna Dios Hijo, por voluntad del Padre, llevado por Dios Espíritu Santo.
Las tres estrellas en María Santísima nos hablan entonces del misterio de la Santísima Trinidad, misterio que inhabita en Ella y que por Ella nos es revelado, manifestado, comunicado y donado. El misterio de la Trinidad, insondable e inaccesible, se nos hace presente y vivo a través de María, porque es por Ella por quien la Trinidad decide iniciar su plan de salvación y redención.
Cada una de las estrellas representa a una Persona de la Trinidad: la de la frente, al Padre; la del hombro izquierdo, al Espíritu Santo, y la del hombro derecho, a Dios Hijo. La estrella que corresponde al hombro derecho, en donde se encuentra el cuerpo del Niño Dios, no se ve, y no se ve por este motivo: porque está oculta por la figura del Niño.
Es decir, el Niño, que está en brazos de María, más específicamente en el brazo derecho de la Virgen, oculta la estrella derecha de su manto, pero este ocultamiento, lejos de ser un ocultamiento, como pudiera parecer, es en realidad una manifestación, porque la estrella, que simboliza a la Persona Divina del Hijo, se ha manifestado ya en la carne y en el cuerpo del Niño Dios y se ha hecho visible en su misterio oculto.
Antes de la Virgen María, la estrella que se ubica en el hombro derecho de su manto, esto es, Dios Hijo, permanecía como estrella; ahora, a través de la Virgen María, la Estrella se nos revela en su esplendor, en su majestad, en su magnificencia: esa estrella oculta, que ahora se revela, es el Niño Dios, Jesús de Nazareth, Aquel que luego, ya adulto, dará su vida en la cruz por amor a nosotros.
El ícono, además de llamarse “Madre de Dios de Vladimir”, lleva el nombre de “Nuestra Señora de la Ternura”, no sólo por la ternura y el amor que la Virgen demuestra al Niño, quien la abraza a su vez con amor, sino porque la ternura infinita y el amor infinito y eterno de Dios Uno y Trino por la humanidad se materializan en la Virgen y en su Niño, puesto que ellos son el don del amor divino para la humanidad.
Otro elemento para rezar con este ícono son las manos de la Virgen: con su mano derecha, sostiene a su Hijo, y con su mano izquierda, lo señala. Estos dos actos de la Virgen relacionadas con su Niño son en realidad actos dirigidos también a nosotros: así como sostiene a su Hijo, así nos sostiene a nosotros, que somos hijos de Dios por el Bautismo, y su gesto de señalar a Jesús, es para que nosotros sepamos que sólo unidos a Él, en el amor de Dios, habremos de salvarnos; sólo por Él, y en Él, llegaremos al cielo, a la comunión con el Padre, en el Amor del Espíritu Santo.

jueves, 4 de febrero de 2010

La Virgen al pie de la cruz, la Virgen al pie del altar




Cuando hablamos de la Santa Misa en su aspecto de misterio –no en la descripción de sus partes, sino en su aspecto de misterio sobrenatural-, nos referimos al hecho de que se trata de una representación sacramental del único sacrificio de la cruz, el sacrificio del Calvario.
La Misa es por lo tanto el mismo sacrificio del Calvario, solo que renovado de modo sacramental, pero que nos pone a nosotros como espectadores privilegiados de la muerte en cruz de Jesús. Nos referimos y consideramos a la misa como el sacrificio de Jesús en la cruz, y es así que espiritualmente buscamos de unirnos a su cruz, de subir con el espíritu a la cruz de Jesús para ser crucificados con Él.
La Misa es el equivalente para nosotros, que vivimos separados por XXI siglos del hecho histórico de la crucifixión y a miles de kilómetros del lugar de donde sucedió, de ese hecho histórico: estar en misa es estar delante de Jesús crucificado. Jesús es el personaje central en la misa, porque es su muerte en cruz la que se renueva, y porque es su cuerpo resucitado el que recibimos en la Eucaristía.
Pero hay alguien que pasa inadvertido en la consideración de la misa como la renovación del misterio de la cruz, y ese alguien es la Virgen María. No puede estar ausente la Madre si el Hijo está Presente y menos cuando el Hijo agoniza en la cruz.
Así como María estuvo al pie de la cruz –(cfr. Jn 19, 25-27: “...Junto a la cruz de Jesús estaba su Madre...”)-, acompañando con su amorosa Presencia maternal a su Hijo que donaba su vida para la vida del mundo, así está Presente María en la renovación del sacrificio del altar, la Santa Misa.
Así lo sostiene el Santo Padre Juan Pablo II, en la carta a los sacerdotes para el Jueves Santo del año 1988: “En particular, cuando celebrando la Eucaristía nos encontramos cada día sobre el Gólgota, se encuentra cercana a nosotros Aquella quien mediante la fe heroica ha llevado al culmen la unión con el Hijo, justamente allí en el Gólgota” [1]. En estas maravillosas palabras, el Santo Padre nos descubre un doble misterio sobrenatural, que llena de asombro y de admiración: la Santa Misa es la renovación del sacrificio del Calvario; es el Gólgota, y la Virgen María está en el Santo Sacrificio del altar, en Persona, así como estuvo en Persona, en el Santo Sacrificio de la Cruz. ¡La Virgen Madre está junto al altar de la cruz, y junto a la cruz del altar! ¡Consuelo divino en el dolor!
Es decir, lo que nos dice el Santo Padre es que si la Misa es la renovación del sacrificio del Calvario, así como María estuvo al pie de la cruz acompañando a su Hijo agonizante, así está en la misa al pie del altar, en la misteriosa y mística Presencia de su Hijo que en el altar renueva su sacrificio en la cruz. Y así como lo ofrendó como don agradabla al Padre para la vida del mundo, así nos lo ofrenda a nosotros como Pan de Vida. María al pie la cruz, María al pie del altar, María engendrando a su Hijo en Belén, Casa de Pan, María donando a su Hijo en la Eucaristía, Pan de Vida eterna.
Ayer, acompañó a su Hijo en la Pasión, Pasión que desembocó en la resurrección; hoy, nos acompaña a nosotros en la vida, valle de lágrimas, camino de la cruz, Cuaresma continua, para que lleguemos algún día a las alegrías de la resurrección.
[1] Cfr. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 25/03/1988, Ciudad del Vaticano (Roma), VOL. XI/1 (1988) 721-743.

lunes, 1 de febrero de 2010

La Virgen Presenta a su Hijo, la Iglesia ofrenda la Eucaristía


La Virgen María, cumpliendo con los preceptos legales, lleva a su Primogénito al templo, para presentarlo ante el altar de Dios (cfr. Lc 2, 22-40). En esta escena, hay algo más que una mujer hebrea piadosa que cumple con las disposiciones mosaicas, según la cual todo primogénito era propiedad de Dios, y por lo mismo, estaba consagrado a Él[1].
La Virgen María es modelo de la Iglesia, y tipo perfecto de la Iglesia, lo cual quiere decir que todo lo que sucede en María, se da luego en la Iglesia: así como María, Virgen y Madre, presenta el cuerpo de su Hijo Unigénito, que es Dios Hijo encarnado, ante el altar de Dios, así la Iglesia, Madre y Virgen, presenta a Dios Uno y Trino el cuerpo resucitado de Dios Hijo encarnado, Cristo en la Eucaristía, ya que la ofrenda de la Iglesia a Dios no son el pan y el vino, materias inertes, sino el cuerpo y la sangre de Jesús resucitado en el sacramento del altar.
La Presentación que la Virgen hace de su Hijo Jesús, es el anticipo y la prefiguración de la ofrenda que la Iglesia hace a Dios: la Iglesia ofrenda a Dios el cuerpo resucitado de Jesús, como única ofrenda digna de la majestad divina de Dios Trino.
La Presentación del Señor, realizada por la Virgen María, se renueva en cada Santa Misa, porque la Iglesia Madre presenta a Dios Padre, al igual que la Virgen, a Jesús, aunque hay algo en la Santa Misa que no estaba todavía en la Presentación de la Virgen, y es la obra del Espíritu Santo sobre aquello que era presentado.
Cuando la Virgen presentó a su Hijo Jesús en el Templo, éste todavía no había cumplido su misterio pascual de muerte y resurrección; estaba inhabitado en su humanidad santísima por el Espíritu Santo, porque era Dios Hijo encarnado, y su humanidad había sido ungida con el Espíritu en el momento de la Encarnación, pero el Espíritu Santo no había todavía obrado la transmutación de la carne del Cordero.
Cuando la Iglesia presenta al Hijo de Dios, en la ofrenda eucarística, la humanidad santísima del Hijo de Dios, ha sido ya transmutada por el fuego del Espíritu Santo; en la Eucaristía, ha actuado ya, sobre la humanidad de Jesús, el fuego sublimador del Espíritu Santo, que ha convertido su cuerpo de Niño presentado por la Virgen, en el Cuerpo del Cordero de Dios, ofrendado por la Iglesia a la majestad de Dios Trinidad.
Esta es la diferencia entre la Presentación de la Virgen y la Presentación de la Iglesia, la acción sublimadora y transformadora, del Espíritu Santo, fuego del amor divino, sobre el cuerpo santo de Jesús, de manera que al ofrendarlo la Iglesia, ofrenda la carne del Cordero de Dios.
Al llegar al templo, el anciano Simeón, hombre justo y piadoso, en quien habita el Espíritu Santo, lo toma en brazos y alaba al Niño, reconociendo en Él al Mesías, salvación de los paganos y gloria de Israel.
Así como la Virgen es modelo de la Iglesia, así Simeón es modelo del cristiano en gracia, en quien inhabita el Espíritu, y a quien el Espíritu ilumina para poder reconocer al Mesías. Simeón reconoció, entre sus brazos, al Hijo de Dios, “gloria de Israel”; el cristiano reconoce, entre las manos del sacerdote ministerial, que ostenta la Eucaristía, al Hijo de Dios, Jesucristo, el Mesías, el Salvador del mundo, “resplandor de la gloria del Padre” (cfr. Heb 1, 3) y, como Simeón, alaba a Dios y lo adora por el don de su Amor misericordioso.
[1] Cfr. Orchard, B., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 581.