Al ser Asunta a los cielos en cuerpo y alma glorificados, la
Santísima Virgen, luego de ser recibida por su Hijo Jesús, es coronada como
Reina de cielos y tierra, con una corona más preciosa que el oro, la plata, los
diamantes y los rubíes, porque recibe de la Santísima Trinidad una corona de
gloria y de luz divina. La Virgen es Reina porque su Hijo es “Rey de reye y
Señor de señores”, y en realidad este título de Reina, si bien recibe la corona
luego de su gloriosa Asunción a los cielos, lo poseía ya desde su Inmaculada
Concepción, pues Aquella que no conoció la mancha del pecado original y fue
concebida en gracia, estaba destinada a ser la Madre del Rey de los hombres y
de los ángeles, el Hombre-Dios Jesucristo.
Así, al ser coronada con la corona de luz y gloria, la
Virgen se convierte en la Mujer descripta por el Apocalipsis, Aquella que
“aparece en el cielo vestida de sol, con la luna a los pies y con una corona de
doce estrellas en la cabeza” (cfr. Ap
12, 1). La Virgen es coronada en el cielo como Reina de cielos y tierra, como
Reina de ángeles y hombres, como Reina del universo visible y del invisible, y
esto porque su Hijo es también Rey de todo lo creado, por lo que la Virgen
participa de la realeza divina de su Hijo, Dios hecho hombre sin dejar de ser
Dios. Así como su Hijo, al Ascender a los cielos, recibió del Padre Eterno y
del Santo Espíritu de Dios, la corona de luz y gloria que por derecho y por
conquista le pertenecía, así también la Virgen, luego de su gloriosa Asunción
en cuerpo y alma a los cielos, recibe también una corona incorruptible, más
preciosa que el oro y la plata, la corona de luz y gloria de su Hijo Jesús.
Ahora bien, esta corona de luz y de gloria la recibe la
Virgen por derecho, por ser Ella la Inmaculada Concepción, la Inhabitada por el
Espíritu Santo, la Llena de gracia, la Madre de Dios; pero la recibe también
por conquista, porque participó en la tierra de la dolorosa Pasión de su Hijo,
y si bien Ella no recibió corporalmente los castigos de Jesús, participó de
ellos moral y espiritualmente, sufriendo un dolor en un todo similar al de su
Hijo Jesús. Y así como Jesús fue coronado de espinas, y por eso luego mereció
la corona de luz y de gloria en los cielos, así también la Virgen, si bien no
fue coronada físicamente con una corona de espinas, sufrió en su Inmaculado
Corazón y en su Alma Purísima los dolores de la corona de espinas de su Hijo,
haciéndose así merecedora de la corona de luz y de gloria en el cielo. Tanto
Jesús como la Virgen, para poder ser coronados de luz y de gloria en el cielo,
tuvieron que atravesar en la tierra por las dolorosas y humillantes horas de la
Pasión, incluida la coronación de espinas, Jesús de modo físico, y la Virgen,
participando moral y espiritualmente de su Pasión y coronación de espinas.
Como
dijimos, la Virgen no sufrió físicamente la Pasión y la coronación de espinas,
pero sí participó moral y espiritualmente, convirtiéndose así en Corredentora,
al unir sus dolores morales y espirituales a los dolores redentores y
salvíficos de Jesús. De un modo particular, por medio de la coronación de
espinas, Jesús y María expiaron por los pensamientos impuros y por los
pensamientos malos de toda clase, que los hombres continuamente elaboran en sus
mentes. Es por eso que, al contemplar a la Virgen como Reina y coronada de luz
y gloria, meditemos en cómo fue que la Virgen se ganó esa corona, participando
de los dolores de su Hijo Jesús, para que así evitemos todo pensamiento malo,
de cualquier orden, y le pidamos a la Virgen que nos alcance los pensamientos
santos y puros que tenía Jesús coronado de espinas. Sólo así, evitando los
malos pensamientos y pidiendo la gracia de poseer los pensamientos santos y
puros de Jesús y María, y pidiendo la gracia de llevar la corona de espinas en
esta vida, podremos ser coronados, como Nuestra Madre y como Jesús, de luz y de
gloria en el cielo.
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