El legionario tiene su honra en ser llamado “hijo de María”,
por lo que la meditación y profundización en esta verdad de la maternidad
mariana es elemento esencial en la devoción de la Legión[1]. En
otras palabras, la devoción mariana del legionario es esencialmente filial, por
cuanto la relación con María Santísima es vivida como la relación de una madre
con su hijo.
La Virgen fue elegida desde la eternidad para ser la Madre
de Dios y quedó constituida como tal en el momento del Anuncio del Ángel, que
es cuando se produce la Encarnación del Verbo por obra del Espíritu Santo en su
seno virginal. Hasta el Anuncio del Ángel, María Santísima era solo Virgen;
luego de su “Sí” a la voluntad del Padre –“He aquí la esclava del Señor. Hágase
en mí según has dicho”[2]-,
María Santísima se convierte en Madre de Dios, sin dejar de ser Virgen. Pero el
designio de Dios Trino era que María Santísima no solo fuera Madre de Dios
Hijo, sino que fuera también Madre adoptiva de los hijos adoptivos de Dios, es
decir, los bautizados en la Iglesia Católica. Este designio divino se cumplió
el Viernes Santo, en la cima del Monte Calvario, antes de la muerte del
Redentor. Antes de morir, Jesús nos dejó aquello que más amaba en esta tierra,
su Madre amantísima y el don de María como Madre nuestra ocurrió luego de que
Jesús dijera a María: “Mujer, éste es tu hijo”, y a Juan: “Ésta es tu madre” (Jn 19, 26-27). Si bien las palabras
fueron dichas a la persona del Evangelista Juan, puesto que en él estábamos
representados todos los hombres nacidos a la vida de la gracia, debemos
considerar esas palabras de Jesús como dichas a todos y cada uno de nosotros,
de modo personal. En otras palabras, el don de Jesús de María como Madre, no es
hecho solo a Juan Evangelista: en él, todos y cada uno de nosotros, hemos
recibido el más grande regalo del Amor de Dios después de la Eucaristía, y es a
María como Madre nuestra.
Porque “somos verdaderamente hijos de María” –dice el Manual
del Legionario- es que “hemos de portarnos como tales”, es decir, debemos
comportarnos como hijos de la Madre de Dios, que es lo mismo que decir “hijos
de la luz”. Es necesaria esta consideración, porque no hay términos
intermedios: quien no se comporta como hijo de la luz, es decir, como hijo de
María, se comporta como hijo de las tinieblas, es decir, como hijo del Demonio.
No hay término medio posible, de ahí la importancia de meditar y reflexionar,
una y otra vez, en nuestra condición de hijos de María.
Para tener una idea de qué es lo que significa “comportarnos
como hijos de María”[3],
podemos acudir a la imagen de un niño pequeño, muy pequeño, casi recién nacido,
con relación a su madre: así como el niño se dirige en todo a su madre y
depende de ella para literalmente vivir, así el legionario debe considerarse a
sí mismo como “hijo pequeño, dependiente de la Virgen en todo”.
Esto significa que, así como el niño pequeño acude a su
madre para recibir de ella el alimento, la guía, el cuidado, la instrucción, el
consuelo en sus angustias, así el legionario debe acudir a María para recibir
de Ella el alimento del alma, la Eucaristía; la guía de la mente y el corazón,
la gracia de su Hijo Jesús; la instrucción en las cosas de Dios, porque solo
María es la verdadera y única Maestra que nos enseña con la sabiduría divina;
el consuelo de su Corazón Inmaculado en todo momento. Y así también como un
hijo pequeño, cuando se extravía en el sendero del bosque, llama a su madre
para que venga en su auxilio para que lo proteja de las bestias feroces y lo
conduzca por el camino seguro, así el legionario acude a María si, por algún
infortunio, ha perdido el camino y se encuentra envuelto en las tinieblas del
pecado y acechado por las sombras vivientes, los ángeles caídos, para que María
lo tome entre sus brazos y lo conduzca por el Único Camino que conduce a Dios –porque
ese Camino es Dios en sí mismo-, Cristo Jesús. Solo como hijos de nuestra Madre
celestial, María Santísima, los legionarios podremos, unidos a nuestro Hermano
Mayor, Jesús, llevar a cabo la meta de esta vida terrena: combatir y vencer el
pecado y vivir en gracia santificante hasta el último suspiro.
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