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domingo, 31 de diciembre de 2017

Solemnidad de Santa María Madre de Dios



(Ciclo B – 2018)

         En el inicio del Año Nuevo civil, la Iglesia pone una gran fiesta litúrgica, la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios. ¿Se trata de una coincidencia, o hay alguna intencionalidad por parte de la Iglesia? No se trata de una coincidencia y la razón es que la Iglesia quiere que los cristianos tengan presente, en el inicio del Año Nuevo, a la Madre de Dios, María Santísima, y podemos decir, por dos motivos. Un primer motivo es honrar y venerar a María Santísima, puesto que, con su doble misterio de Virgen y Madre de Dios, fue la que hizo posible la Navidad, desde el momento en que, permaneciendo Virgen al tiempo que se convertía en Madre de Dios, dio a luz al Verbo Eterno del Padre, que había en su Divina Persona, en el seno virginal de María, a la naturaleza humana, tal como lo enseña el Magisterio: “El dogma de la maternidad divina de María fue para el Concilio de Éfeso y es para la Iglesia como un sello del dogma de la Encarnación, en la que el Verbo asume realmente en la unidad de su persona la naturaleza humana sin anularla”[1].
El otro motivo es que, al recordar a la Virgen al inicio del Año Nuevo, el cristiano ponga en sus manos el tiempo nuevo que se inicia y, por su intermedio, en las manos de Jesús, Dios Eterno: la Virgen es el Portal de la eternidad, es la Puerta por donde ingresa, en nuestro tiempo y en nuestra historia humana, Aquel que es la Eternidad en sí misma y que por esto, desde su Encarnación y Nacimiento de María Virgen, ingresa en nuestra historia humana, la impregna con su eternidad y conduce la historia humana hacia un nuevo fin, que trasciende el horizonte del tiempo y del espacio humanos, para conducirla a la eternidad misma. Por María Santísima, a través suyo, y así como un rayo de sol atraviesa un cristal dejándolo intacto antes, durante y después de atravesarlo, así viene a nuestro mundo, a la tierra, a nuestro hoy, a nuestro aquí y ahora, el Dios que es la Eternidad en sí misma, el Dios que es el Creador del ser creatural y, con el ser, del tiempo y del espacio; por María viene a nuestra hoy Aquel de quien el universo visible y el universo invisible dependen de su aliento para recibir vida, hermosura, belleza, paz y alegría. La Iglesia pone la fiesta litúrgica de Santa María, Madre de Dios, para que los hombres encomendemos a la Virgen el Año Nuevo que inicia, para que todo el tiempo nuevo que comienza esté impregnado y empapado por la eternidad de su Hijo, Jesucristo, Nuestro Señor. Al comenzar el Año Nuevo, lo consagremos a la Virgen, para que cada segundo del nuevo tiempo esté empapado por la Sangre del Cordero.
               



[1] Redemptoris Mater, n. 4.

martes, 12 de diciembre de 2017

Nuestra Señora de Guadalupe


         La devoción a Nuestra Señora de Guadalupe no se origina en el fervor de un pueblo, sino en una de las más grandiosas apariciones, en persona, de la Santísima Virgen María. La fuente más antigua y confiable de estas apariciones se encuentra en el escrito denominado “Nican Mopohua”, que son las dos palabras iniciales en idioma náhuatl –que todavía se habla en algunas regiones de México-, usadas por antonomasia para identificar el relato de las Apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe al Beato Juan Diego, indígena azteca, ocurridas del 9 al 12 de diciembre de 1531[1].
El título completo de esta narración –la cual nos asegura de la veracidad de los hechos- es: “Aquí se cuenta se ordena cómo hace poco milagrosamente se apareció la Perfecta Virgen Santa María, Madre de Dios, nuestra Reina; allá en el Tepeyac, de renombre Guadalupe”. El texto es la principal fuente por la cual podemos conocer acerca el Mensaje de la Santísima Virgen al Beato Juan Diego, a México y al Mundo[2]. El texto se atribuye a Don Antonio Valeriano (1520?-1605?), sabio indígena aventajado discípulo de Fr. Bernardino de Sahagún. Don Antonio recibió la historia de labios del vidente, Juan Diego, muerto en 1548. En él se narra la Evangelización de una cultura por la intervención de Dios y de la Santísima Virgen. Leyendo entre líneas y más, desde la óptica náhuatl, se percata uno de cómo esta Evangelización empapó hasta las más íntimas fibras de la cultura pre-hispánica. De esta manera, el catolicismo, lejos de ser una intromisión indebida en la cultura indígena americana, como la lectura marxista de la historia falsamente afirma, se constituyó en la esencia de esta misma cultura indígena, pero purificada de sus errores y elevada por el misterio pascual de Nuestro Señor Jesucristo, Dios entrado en el tiempo.
En efecto, gracias a la Evangelización de España, fortalecida enormemente por las Apariciones de la Virgen de Guadalupe, se produce la unión, en una sola religión, la religión católica, y en la Sangre de Cristo, de dos civilizaciones que, de no ser así, habrían sido enemigas irreconciliables entre sí. La Virgen Santísima se aparece, no por casualidad, cuando los Conquistadores y Evangelizadores de España habían comenzado a llevar a cabo la más grandiosa empresa de todos los tiempos, más grandiosa que la llegada del hombre a la Luna, y es la entrega del Nuevo Continente al Rey de cielos y tierra, Jesucristo. La Virgen aparece como “Cristófora”, como Portadora de Cristo, apareciendo Cristo en el centro de la Historia humana, según la Biblia (cfr. Jn. 3,14-16), en el centro de la narración Nican Mopohua (vv.26-27) y en el centro del mensaje gráfico de la Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe: el Niño Sol que lleva en su vientre Santísimo.
Los protagonistas del Nican Mopohua son la Virgen Santísima, la cual nos pide un templo para honrar y adorar a su Hijo; el Beato Juan Diego, vidente y confidente de la Santísima Virgen; el Obispo Fr. Juan de Zumárraga a cuya Autoridad se confía el asunto; el tío del Beato Juan Diego, sanado milagrosamente; los criados del Obispo que siguen al Beato Juan Diego y por orden suya lo espían; la ciudad entera que reconoce lo sobrenatural de la imagen y entrega su corazón a la Santísima Virgen –en realidad, la nación mexicana entera, porque luego de las Apariciones en el Tepeyac, se convirtieron más de ocho millones de indígenas-.
El Nican Mopohua, el escrito más antiguo que existe sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe, se narran estas apariciones de la siguiente forma.
Primera Aparición: sucede un día sábado, de madrugada, en el momento en el que “Juan Diego acudía a la Santa Misa y además a realizar sus mandatos a Tlatilolco. Al amanecer, y al llegar junto al cerro llamado Tepeyacac, oyó cantar arriba del cerro, una hermosa melodía que semejaba el canto de varios pájaros; de a ratos callaban las voces de los cantores y parecía que el monte les respondía. Su canto, muy suave y deleitoso, sobrepasaba al del coyoltótotl y del tzinizcan y de otros pájaros lindos que cantan. Se paró Juan Diego para ver y dijo para sí: “¿Por ventura soy digno de lo que oigo?, ¿Quizás sueño?, ¿Me levanto de dormir?, ¿Dónde estoy?, ¿Acaso en el paraíso terrenal, que dejaron dicho los viejos, nuestros mayores?, ¿Acaso ya en el cielo?”. Era el preludio a la Aparición de la Virgen; el gozo que experimenta Juan Diego en el cerro Tepeyac, ante la manifestación de la Mujer revestida de sol, esto es, de la gloria de Dios, la Virgen, nos recuerda al gozo de San Pedro en el Monte Tabor, ante la Transfiguración gloriosa de Nuestro Señor.
Estaba viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo, de donde procedía el precioso canto celestial. Y así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrito y le decían: “Juanito, Juan Dieguito”. Es la Virgen quien lo llama, con dulcísimo llamado maternal, así como una madre amorosísima llama a sus hijos amados.
Luego se atrevió a ir a donde le llamaban. No se sobresaltó un punto, al contrario, muy contento, fue subiendo el cerrillo, a ver de dónde le llamaban. Es el Amor de Dios quien le infunde esta gran confianza, preparando su corazón para el encuentro con la Madre de Dios.
Cuando llegó a la cumbre vio a una señora, que estaba allí de pie y que le dijo que se acercara. Si no hubiera estado asistido por el Espíritu Santo, habría desfallecido de amor, al ver el esplendor de la Virgen Santísima.
Llegado a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza: su vestidura era radiante como el sol; el risco en que posaba su planta, flechado por los resplandores, semejaba una ajorca de piedras preciosas; y relumbraba la tierra como el arco iris. Los mezquites, nopales y otras diferentes hierbecillas que allí se suelen dar parecían de esmeralda; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como el oro. La Virgen es la Mujer revestida de sol, es decir, de la gloria de Dios, porque lleva en sí misma al Sol de justicia, Jesucristo. Su presencia transforma un monte desértico en un paraíso celestial en la tierra.
Se inclinó delante de ella y oyó su palabra, muy suave y cortés, cual de quien atrae y estima mucho. Ella le dijo: “¿Juanito, el más pequeño de mis hijos, dónde vas?”. La Virgen le pregunta con toda dulzura maternal, tal como una madre amorosísima pregunta a su hijo más pequeño adónde se dirige.
Él respondió: “Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casa de México Tlatilolco, a seguir las cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de Nuestro Señor”. Juan Diego la trata –con toda naturalidad, porque está asistido por el Espíritu Santo- como “Señora y Niña mía”, y en efecto la Virgen es Señora de cielos y tierra, y Niña amadísima de la Santísima Trinidad, por ser Ella la Inmaculada Concepción y la Llena de gracia. Juan Diego le responde que se dirige a “seguir las cosas divinas”, esto es, se dirige a asistir a la Santa Misa.
Ella luego le habló y le descubrió su santa voluntad. Le dijo: “Sabe y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive: del Creador cabe quien está todo: Señor del cielo y de la tierra”. La Virgen, la más excelsa creatura jamás creada, se revela como quien es: la Madre del Dios verdadero, que es la Vida Increada y por quien vive todo lo que tiene vida, el Dueño de cielos y tierra.
Luego le manifiesta el propósito para el cual ha venido del Cielo, y es que en ese lugar se construya un templo adonde su Hijo sea amado y adorado y en donde Ella atenderá personalmente las penas y dolores de sus hijos: “Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre, a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mi confíen; oír allí sus lamentos y remediar todas sus miserias, penas y dolores”. 
Como confirmando que la Iglesia Católica, establecida en su jerarquía por Jesús, es la verdadera Iglesia, y que la Aparición no es contraria a dicha Iglesia y Jerarquía, la Santísima Virgen envía a Juan Diego ante la presencia del Señor Obispo del lugar, prometiéndole una gran recompensa por sus esfuerzos en cumplir lo que Ella le pide: “Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del Obispo de México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que deseo, que aquí me edifique un templo: le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado, y lo que has oído. Ten por seguro que te lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho que yo recompense el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño, anda y pon todo tu esfuerzo”.
Juan Diego contestó: “Señora mía, ya voy a cumplir tu mandato; por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo”. Luego bajó, para ir a hacer su mandato; y salió a la calzada que viene en línea recta a México. Juan Diego, movido por el amor a la Virgen, no duda un instante en acudir a cumplir lo que su Señora le pide y así termina el relato de la Primera Aparición en el Nican Mopohua.
Segunda Aparición: “Habiendo entrado sin delación en la ciudad, Juan Diego se fue en derechura al palacio del obispo que era el prelado que muy poco antes había venido y se llamaba Fray Juan de Zumárraga, religioso de San Francisco. Apenas llegó trató de verle; rogó a sus criados que fueran a anunciarle. Y pasado un buen rato, vinieron a llamarle, que había mandado el señor Obispo que entrara. Luego que entró, en seguida le dio el recado de la Señora del Cielo; y también le dijo cuanto admiró, vio y oyó. Después de oír toda su plática y su recado, pareció no darle crédito. El Obispo le respondió; “Otra vez vendrás, hijo mío, y te oiré más despacio; lo veré muy desde el principio y pensaré en la voluntad y deseo con que has venido”. Juan Diego cumple el recado de la Virgen, pero el Obispo no queda conforme con la veracidad de lo que dice, por lo que no le da crédito a su narración, pensando que con toda seguridad, sería su imaginación.
Continúa el Nican Mopohua: “Juan Diego salió y se vino triste, porque de ninguna manera se realizó su mensaje. En el mismo día se volvió; se vino derecho a la cumbre del cerrito, y acertó con la Señora del Cielo, que le estaba aguardando, allí mismo donde le vio la primera vez: “Señora, la más pequeña de mis hijas. Niña mía, fui a donde me enviaste a cumplir tu mandato, le vi y le expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió benignamente y me oyó con atención; pero en cuanto me respondió, apareció que no lo tuvo por cierto. Me dijo: “Otra vez vendrás, te oiré más despacio, veré muy desde el principio el deseo y voluntad con que has venido”. Comprendí perfectamente en la manera que me respondió que piensa que es quizás invención mía que tú quieres que aquí te hagan un templo y que acaso no es de orden tuya; por lo cual te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, que a alguno de los principales, conocido y respetado y estimado, le encargues que lleve tu mensaje, para que le crean; porque yo soy solo un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y tú, Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro. Perdóname que te cause pesadumbre y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mía”. Juan Diego le cuenta a la Virgen, con pesar, la respuesta incrédula del Obispo, al tiempo que, reconociéndose “un hombrecillo”, le pide que envíe a alguien de mayor porte –social, intelectual-, para que así le hagan caso. Lo que no sabe Juan Diego es que quien mueve los corazones es Ella, bajo la guía del Amor de Dios, el Espíritu Santo, y no los títulos terrenos.
“Le respondió la Santísima Virgen: “Oye, hijo mío el más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi voluntad. Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al Obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por entero mi voluntad: que tiene que poner por obra el templo que le pido. Y otra vez dile que yo en persona, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía”. En los planes de Dios está que sea Juan Diego, y no otro, el que lleve el recado del Cielo, y eso es lo que la Virgen le dice a Juan Diego, enviándolo de nuevo ante el Obispo.
“Respondió Juan Diego: “Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; de muy buena gana iré a cumplir tu mandato; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso el camino. Iré a hacer tu voluntad, pero acaso no seré oído con agrado; o si fuese oído, quizás no me creerá. Mañana en la tarde cuando se ponga el sol vendré a dar razón de tu mensaje, con lo que responda el prelado. Ya me despido, Hija mía, la más pequeña, mi Niña y Señora. Descansa entretanto”. Luego se fue él a descansar a su casa”. Juan Diego, como hijo amoroso de la Madre del cielo, le promete que irá nuevamente a lo del Señor Obispo, para presentarle su recado. Le dice que descanse, sin percatarse que María Santísima descansa en la gloria de Dios por los siglos sin fin.
Tercera Aparición: “Al día siguiente, domingo muy de madrugada, salió de su casa y se vino derecho a Tlatilolco a instruirse de las cosas divinas y estar presente en la cuenta para ver en seguida al prelado. Casi a las diez, se aprestó, después de que se oyó Misa y se hizo la cuenta y se dispersó el gentío. Al punto se fue Juan Diego al palacio del señor Obispo. Apenas llegó, hizo todo empeño para verle: otra vez con mucha dificultad le vio; se arrodilló a sus pies; se entristeció y lloró al exponerle el mandato de la Señora del Cielo, que ojalá que creyera su mensaje y la voluntad de la Inmaculada de erigirle su templo donde manifestó que lo quería. El señor Obispo, para cerciorarse le preguntó muchas cosas, donde la vio y cómo era; y él refirió todo perfectamente al señor Obispo. Más aunque explicó con precisión la figura de ella y cuanto había visto y admirado, que en todo se descubría ser ella la siempre Virgen Santísima Madre del Salvador Nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, el (Obispo) no le dio crédito y dijo que no solamente por su plática y solicitud se había de hacer lo que pedía; que, además, era muy necesaria alguna señal para que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora del cielo. Así que lo oyó dijo Juan Diego al Obispo: “Señor, mira cual ha de ser la señal que pides; que luego iré a pedírsela a la Señora del Cielo que me envió acá”. Viendo el Obispo que ratificaba todo sin dudar ni retractar nada, le despidió”. El Obispo continúa incrédulo, le pide una señal del Cielo y envía a sus criados para que lo sigan y vean qué es lo que hace Juan Diego. A su vez, Juan Diego promete llevarle el pedido del Obispo a la Madre de Dios.
“(el Obispo) Mandó inmediatamente unas gentes de su casa, en quienes podía confiar, que le vinieran siguiendo y vigilando mucho a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se hizo. Juan Diego se vino derecho y caminó la calzada; los que venían tras él, donde pasa la barranca, cerca del puente del Tepeyacac, le perdieron; y aunque más buscaran por todas partes, en ninguna le vieron. Así es que se regresaron, no solamente porque se fastidiaron, sino también porque les estorbó su intento y les dio enojo. Eso fueron a informar al señor Obispo, inclinándose a que no le creyera: le dijeron que nomás le engañaba; que nomás forjaba lo que venía a decir, o que únicamente soñaba lo que decía y pedía; y en suma discurrieron que si otra vez volvía le habían de coger y castigar con dureza, para que nunca más mintiera y engañara”. Los criados del Obispo lo pierden de vista a Juan Diego y, movidos más por la humana razón que por el Espíritu de Dios, tratan a Juan Diego de mentiroso y embaucador, prometiendo incluso castigarlo físicamente, para que ya no mintiera. Los criados representan a la razón humana que, sin la gracia, se pierde la vida sobrenatural y se encierra en sus propios razonamientos.
“Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que traía del señor Obispo; la que oída por la Señora le dijo: “Bien está hijito mío, volverás aquí mañana para que lleves al Obispo la señal que te ha pedido; con esto te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará; y sábete, hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has emprendido; ea, vete ahora, que mañana aquí te aguardo”. Juan Diego le da el recado del Obispo a la Virgen, y la Madre del Cielo le responde que dará al Obispo una señal de cuyo origen celestial no dudará, creyendo en adelante en las Apariciones.
Cuarta Aparición: “Al día siguiente, lunes, cuando tenía que llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya no volvió. Porque cuando llegó a su casa, a un tío que tenía, llamado Juan Bernardino, le había dado enfermedad, y estaba muy grave. Primero fue a llamar a un médico y le auxilió; pero ya no era tiempo, ya estaba muy grave. Por la noche, le rogó su tío que de madrugada saliera y viniera a Tlatilolco a llamar a un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, porque estaba muy cierto de que era tiempo de morir y que ya no se levantaría ni sanaría. El martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa a Tlatilolco a llamar al sacerdote; y cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyacac, hacia el poniente por donde tenía costumbre de pasar, dijo: “Si me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo caso me detenga, para que lleve la señal al prelado, según me previno; que primero nuestra aflicción nos deje y primero llame yo de prisa al sacerdote; el pobre de mi tío lo está ciertamente aguardando”. Luego dio vuelta al cerro; subió por entre él y pasó al otro lado, hacia el oriente, para llegar pronto a México y que no le detuviera la Señora del Cielo. Pensó que por donde dio la vuelta no podía verle la que está mirando bien a todas partes. La vio bajar de la cumbre del cerrillo y que estuvo mirando hacia donde antes él la veía. Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: “¿Que hay, hijo mío el más pequeño?, ¿a dónde vas?”. Se apenó él un poco, o tuvo vergüenza, o se asustó. Se inclinó delante de ella y la saludó diciendo: “Niña mía, la más pequeña de mis hijas. Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido?, ¿Estás bien de salud, Señora y Niña mía? Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre siervo tuyo, mi tío: le ha dado la peste, y está para morir. Ahora voy presuroso a tu casa de México a llamar a uno de los sacerdotes amados de Nuestro Señor, que vaya a confesarle y disponerle; porque desde que nacimos vinimos a aguardar el trabajo de nuestra muerte. Pero sí voy a hacerlo, volveré luego otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname, tenme por ahora paciencia; no te engaño. Hija mía la más pequeña, mañana vendré a toda prisa”. Juan Diego, movido por la aflicción causada por la segura muerte de su tío y temeroso de su alma, trata de evitar pasar por el lugar de las Apariciones, para ir en busca del sacerdote. Muestra una gran fe, tanto en el destino eterno, como en el poder de los sacramentos de la Iglesia, administrados por los sacerdotes. No tiene intención de no hacer lo que la Virgen le pide, pero se deja llevar por la aflicción y pospone el encuentro con la Virgen.
“Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen: “Oye y ten entendido hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí?, ¿No soy tu Madre?, ¿No estás bajo mi sombra?, ¿No soy yo tu salud?, ¿No estás por ventura en mi regazo?, ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; está seguro de que sanó”. En horabuena que Juan Diego hizo esto, pues fue la causa de las más hermosas palabras jamás dirigidas por una madre a su hijo afligido; en este caso, es la Virgen la que nos habla al corazón, en la persona de Juan Diego, a todos y cada uno de nosotros, por lo que las palabras dirigidas a Juan Diego, son para nosotros. Para todos y cada uno de nosotros, sus pequeños hijos.
 “(Y entonces sanó su tío, según después se supo). Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo consoló mucho; quedó contento. Le rogó que cuanto antes se despachara a ver al señor Obispo, a llevarle alguna señal y prueba, a fin de que creyera. La Señora del Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrito, donde antes la veía. Le dijo: “Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrito; allí donde me viste y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; en seguida baja y tráelas a mi presencia”. Al punto subió Juan Diego al cerrillo. Y cuando llegó a la cumbre, se asombró mucho de que hubieran brotado tantas varias exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo. Estaban muy fragantes y llenas del rocío de la noche, que semejaba perlas preciosas. Luego empezó a cortarlas; las juntó todas y las hecho en su regazo. La cumbre del cerrito no era lugar en que se dieran ningunas flores, porque tenía muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites; y si se solían dar hierbecillas, entonces era el mes de diciembre, en que todo lo come y echa a perder el hielo. Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes flores que fue a cortar; la que, así como las vio, las cogió con su mano y otra vez se las echó en el regazo, diciéndole: “Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de flores es la prueba y señal que llevarás al Obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del Obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo; dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrito, que fueras a cortar flores, y todo lo que viste y admiraste, para que puedas inducir al prelado a que dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo que he pedido”. Después que la Señora del Cielo le dio su consejo, se puso en camino por la calzada que viene derecho a México; ya contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, gozándose en la fragancia de las variadas hermosas flores”. Luego de prometer la cura del tío de Juan Diego, tal como sucedió, la Virgen manda a Juan Diego a recoger flores del cerro de Tepeyac, flores las cuales, rosas de Castilla, eran ya un prodigio que crecieran en ese lugar y en esa época del año, el invierno. Creyendo Juan Diego que ésta era la señal celestial que haría cambiar de opinión al Obispo, se dirigió a cumplir su recado –desplegar su tilma solo ante la presencia del Obispo-, con todo gozo y alegría, maravillado por el perfume de las exquisitas rosas de Castilla.
El Milagro de la imagen: “Al llegar Juan Diego al palacio del Obispo salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del prelado. Les rogó que le dijeran que deseaba verle; pero ninguno de ellos quiso, haciendo como que no le oían, sea porque era muy temprano, sea porque ya le conocían, que solo los molestaba, porque les era inoportuno; además ya les habían informado sus compañeros que le perdieron de vista, cuando habían ido en su seguimiento. Largo rato estuvo esperando Juan Diego. Como vieron que hacía mucho que estaba allí, de pie, cabizbajo, sin hacer nada, decidieron llamarlo por si acaso; además, al parecer traía algo que portaba en su regazo, por lo que se acercaron a él, para ver lo que traía y satisfacerse. Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que traía, y que por eso le habían de molestar, empujar y aporrear, descubrió un poco que eran flores; y al ver que todas eran diferentes, y que no era entonces el tiempo en que se daban, se asombraron muchísimo de ello, lo mismo de que estuvieran muy frescas, y tan abiertas, tan fragantes y tan preciosas. Quisieron sacarle algunas; pero no tuvieron suerte las tres veces que se atrevieron a tomarlas; porque cuando iban a cogerlas ya no se veían verdaderas flores, sino que les parecían pintadas o labradas o cosidas en la manta. Fueron luego a decirle al señor Obispo lo que habían visto y que pretendía verle el indito que tantas veces había venido; el cual hacía mucho que por eso aguardaba, queriendo verle. Cayó, al oírlo, el señor Obispo en la cuenta de que aquello era la prueba, para que se certificara y cumpliera lo que solicitaba el indito. En seguida mandó que entrara a verle. Luego que entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y contó de nuevo todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje. (Juan Diego) le dijo: “Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María preciosa Madre de Dios, que pedías una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide que lo erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad. Condescendió a tu recado y acogió benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para que se cumpla su voluntad. Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte; le pedí la señal para que me creyeras, según me había dicho que me la daría; y al punto lo cumplió; me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes ya la viera, a que fuese a cortar varias flores. Después que fui a cortarlas las traje abajo; las tomó con su mano y de nuevo las echó en mi regazo, para que te las trajera y a ti en persona te las diera. Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar para que se den flores, porque solo hay muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no por eso dudé. Cuando fui llegando a la cumbre del cerrillo vi que estaba en el paraíso, donde había juntas todas las varias y exquisitas rosas de Castilla, brillantes de rocío, que luego fui a cortar. Ella me dijo por qué te las había de entregar; y así lo hago, para que en ellas veas la señal que me pides y cumplas su voluntad; y también para que aparezca la verdad de mi palabra y de mi mensaje. Helas aquí: recíbelas”. Desenvolvió luego su manta, pues tenía en su regazo las flores; y así que se esparcieron por el suelo todas las diferentes flores, se dibujó en ella de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyac, que se nombra Guadalupe. Luego que la vio el señor Obispo, él y todos los que allí estaban, se arrodillaron; mucho la admiraron; se levantaron a verla, se entristecieron y acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón y el pensamiento. El señor Obispo con lágrimas de tristeza oró y le pidió perdón de no haber puesto en obra su voluntad y su mandato. Cuando se puso de pie desató del cuello de Juan Diego, del que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la Señora del Cielo. Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día más permaneció Juan Diego en la casa del Obispo, que aún le detuvo. Al día siguiente le dijo: “Ea, a mostrar dónde es voluntad de la Señora del Cielo que le erijan su templo”. Inmediatamente se invitó a todos para hacerlo”. La señal que habría de convencer al Obispo y a todos los hombres, no eran las exquisitas rosas de Castilla -aunque estas eran, en sí mismas, ya una señal del Cielo-, sino la maravillosísima imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, impresa milagrosamente en la tilma de Juan Diego. Convencido el Señor Obispo de que era la Virgen y Madre de Dios la que se le aparecía y le daba el recado a Juan Diego, se decidió a autorizar la construcción del templo en donde el Hijo de la Virgen María, Nuestro Señor Jesucristo, habría de ser amado, honrado, exaltado y adorado.
Aparición a Juan Bernardino: “No bien señaló Juan Diego dónde había mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió licencia de irse. Quería ahora ir a su casa a ver a su tío Juan Bernardino; el cual estaba muy grave cuando le dejó y vino a Tlatilolco a llamar un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, y le dijo la Señora del Cielo que ya había sanado. Pero no le dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa. Al llegar vieron a su tío que estaba muy contento y que nada le dolía. Se asombró mucho de que llegara acompañado y muy honrado su sobrino; a quien preguntó la causa de que así lo hicieran y que le honraran mucho. Le respondió su sobrino que, cuando partió a llamar al sacerdote que le confesara y dispusiera, se le apareció en el Tepeyacac la Señora del Cielo; la que, diciéndole que no se afligiera que ya su tío estaba bueno, con mucho se consoló, le despachó a México, a ver al señor Obispo, para que le edificara una casa en el Tepeyacac. Manifestó su tío ser cierto que entonces le sanó y que la vio del mismo modo en que se aparecía a su sobrino; sabiendo por Ella que le había enviado a México a ver al Obispo. También entonces le dijo la Señora que cuando él fuera a ver al Obispo, le revelara lo que vio y de qué manera milagrosa le había sanado; y que bien le nombraría, así como bien había de nombrarse su bendita imagen, la siempre Virgen Santa María de Guadalupe”. Juan Diego encuentra a su tío en pleno estado de salud, tal como la Virgen le había prometido, pero además, se da con otra celestial sorpresa: la Virgen en persona se le ha aparecido a su tío, revelándole la tarea que Ella le había encomendado y encargándole que, cuando lo viera a su sobrino, le manifestara todo lo que le había sucedido. La presencia de la Virgen solo trae paz y amor de Dios al alma
“Trajeron luego a Juan Bernardino a presencia del señor obispo; a que viniera a informarle y atestiguar delante de él. A ambos, a él y a su sobrino, los hospedó el Obispo en su casa algunos días, hasta que se erigió el templo de la Reina en el Tepeyacac, donde la vio Juan Diego. El señor Obispo trasladó a la Iglesia Mayor la santa imagen de la amada Señora del Cielo: la sacó del oratorio de su palacio donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su imagen”.
Hasta aquí el relato del Nican Mopohua. Siendo como es, un relato de un hecho celestial, la milagrosa estampa de la Virgen en la tilma de Juan Diego no agota sus maravillas en este hermoso relato. La imagen misma posee tantos misterios sobrenaturales, que es imposible que no sea venida del Cielo, creada por la mismísima Virgen en persona.
Entre esos misterios, está el contenido de los ojos de la Virgen, contenido relatado por un informe médico el 27 de marzo de 1956, en el que se certifica la presencia del triple reflejo (Efecto de Samson-Purkinje) característico de todo ojo humano normal vivo, al tiempo que se afirma que las imágenes resultantes se ubican exactamente donde deberían estar según el citado efecto, y también que la distorsión de las imágenes concuerda perfectamente con la curvatura de la córnea. Ese mismo año otro oftalmólogo, el Dr. Rafael Torrija Lavoignet, examinó los ojos de la imagen ya con más detenimiento y con la utilización de un oftalmoscopio. El Dr. Lavoignet reporta la aparente figura humana en las córneas de ambos ojos, con la ubicación y distorsión propias de un ojo humano normal, notando además una inexplicable apariencia “viva” de los ojos al ser examinados. Varias otras inspecciones de los ojos han sido realizadas por médicos oftalmólogos luego de éstas iniciales. Con mayores o menores detalles todas concuerdan en general con las dos primeras aquí expuestas. En 1979, el Dr. José Aste Tonsmann, un graduado de la Universidad de Cornell, trabajando para IBM en procesamiento digital de imágenes, al digitalizar éste a altas resoluciones una muy buena fotografía de la cara de la Virgen tomada directamente de la tilma original, luego de procesar las imágenes de los ojos por diversos métodos para eliminar “ruidos” y destacar detalles, el Dr. Tonsmann realizó lo que serían increíbles descubrimientos: no solamente era claramente visible en ambos ojos el “busto humano”, sino también por lo menos otras cuatro figuras humanas eran también visibles en ambos ojos. 
Quizás uno de los aspectos más fascinantes del trabajo del Dr. Aste Tonsmann es su opinión de que Nuestra Señora no solo nos dejara su imagen impresa como prueba de su aparición sino también ciertos mensajes que permanecieron escondidos en sus ojos para ser revelados cuando la tecnología permitiese descubrirlos y en el tiempo en que fueran más necesarios[3].
Trascendental significado de las Apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe: la Virgen de Guadalupe fue reconocida por el papado y la monarquía española como la Patrona de Nueva España. La Aparición de la Virgen cimentó la obra que, por designio divino, habían comenzado los Conquistadores y Evangelizadores españoles, esto es, el inicio, por la conversión de los habitantes de América, a la Religión Católica Apostólica Romana, constituyendo esta religión el alma de la América Hispanoamericana, siendo esto posible gracias a la intervención de la Virgen de Guadalupe. Los criollos –en Argentina, los gauchos-, los indígenas y las castas españolas se unieron en la veneración de la Guadalupana, que representaba a la Patria criolla. Esta veneración se convirtió en factor de unidad nacional para México, pero también para toda Hispanoamérica. La imagen sería invocada y expuesta como un remedio contra las sequías, las inundaciones, las epidemias y contra toda clase de males. Siendo el alma de la Nación Mexicana, la Virgen de Guadalupe se convirtió en un símbolo nacional –así como para los argentinos lo es la Virgen de Luján, anterior a la Nación Argentina, Fundadora, Dueña y Patrona de Argentina-, reconocido por la inmensa mayoría de habitantes de Nueva España, símbolo que unió aún más a los criollos con su origen español, al tiempo que unió a las distintas razas de América bajo la misma fe católica y el mismo idioma español.
Las estrellas del manto: En el manto de la Virgen de Guadalupe se encuentra representado con mucha fidelidad, el cielo del solsticio de invierno de 1531 que tuvo lugar a las 10:40 del martes 12 de diciembre, hora de la ciudad de México. Están representadas todas las constelaciones, que se extienden en el cielo visible a la hora de la salida del sol, y en el momento en que Juan Diego enseña su tilma (capa azteca) al obispo Zumárraga. En la parte derecha del manto se encuentran las principales constelaciones del cielo del Norte. 
En el lado izquierdo las del Sur, visibles en la madrugada del invierno desde el Tepeyac. El Este se ubica arriba y el Oeste en la porción inferior. Como el manto está abierto, hay otros agrupamientos estelares que no están señalados en la imagen, pero se encuentran presentes en el cielo. Así la Corona Boreal, se ubica en la cabeza de la Virgen, Virgo en su pecho, a la altura de las manos, Leo en su vientre, justo sobre el signo del Nahui Ollin, con su principal astro denominado Régulo, el pequeño rey. Gemini, los gemelos, se encuentran a la altura de las rodillas, y Orión, donde está el Ángel. En resumen, en el manto de la Guadalupana se pueden identificar las principales estrellas de las constelaciones de invierno. Todas ellas en su lugar, con muy pequeñas modificaciones.
La imagen desde un punto de vista estético: Con respecto a un análisis de la pintura de la Virgen de Guadalupe, puede decirse que se trata de un cuadro de belleza extraordinaria. De acuerdo con Alberti, en una pintura debe observarse en términos generales el color, la línea y la composición. Con respecto a esta última, se define como la unión armónica de las partes para formar un todo, constituyendo unidad en la diversidad de los objetos. Una de las formas más bellas de lograrla, es por medio de la llamada proporción dorada, áurea o divina. Está formada por un cuadrado al que se le agrega un rectángulo, para formar un espacio donde el lado menor corresponde al mayor en una relación de 1 a 1.6181... denominada “número áureo”.
Partiendo de la costura central de la Tilma de Juan Diego, la proporción dorada se identifica con evidente claridad en la imagen de la Virgen de Guadalupe. Ella le confiere una especial belleza y además, al coincidir en su desarrollo, con prácticamente todos los elementos de la figura, refuerza su integridad y refuta de manera contundente, la extraña idea de que se le han hecho añadidos. Es también un importante argumento, para demostrar el gran valor estético de la imagen, a la que no se le puede añadir ni quitar de su lugar ningún elemento, sin deteriorar su belleza. Hace también improbable, desde el punto de vista estadístico, que se encuentren en la pintura tantas señales de diferentes disciplinas, y que hayan sido fruto de la casualidad.
Teología del Acontecimiento Guadalupano: El Acontecimiento Guadalupano es una compleja y rica irrupción de Dios en nuestro mundo. María de Guadalupe se presenta como la Madre de Dios, con los nombres con que es conocido por los mexicas, aztecas habitantes del Valle de México. Se da a conocer como Madre de “In huel nelli Teotl” -Verdadero Dios que es Raíz de Todo-, de “Ipalnemohuani” -Aquel por Quien Vivimos y Todo se Mueve-, de “Teyocoyani” -Creador de las Personas-, de “Tloque Nahuaque” -Creador del Cerca y del Junto-, de “Ilhuicahua in tlacticpaque” -Señor del Cielo y de la Tierra. Es importantísimo descubrir la manifestación de Dios a través de todo el Evento Guadalupano. Los colores, los números, los nombres, los símbolos, los procedimientos, los resultados... Es decir, a la luz de la cultura y religión mexica. 
El Evento Guadalupano es un verdadero Evangelio: la Virgen de Guadalupe -Tlecuauhtlapcopeuh- es “La que Procede de la Región de la Luz como Águila de Fuego”. Y el Fuego que la transforma en Sol es el Niño-Sol que lleva en su seno, por eso la Virgen es la “Mujer revestida de sol” de la que habla el Apocalipsis. Es la Noticia portadora de Alegría. Es Buena Noticia porque Nuestra Señora de Guadalupe cumple la Palabra de Dios revelada en el Magnificat: “Eleva a los humildes y derriba a los soberbios”, ya que elige a Juan Diego por su humildad, piedad y amor a Jesús Sacramentado (se le aparece cuando Juan Diego acude a la Santa Misa). Cura al tío Bernardino que ya agoniza a causa de una enfermedad mortal, como símbolo y anticipo de la curación de la enfermedad mortal del alma, el pecado, por medio de la gracia santificante de Jesucristo y el don de la salud, es símbolo y anticipo del don de la vida eterna en los cielos. Nuestra Señora de Guadalupe transforma también el corazón de quien se ubicaba en el Centro Religioso, Fray Juan de Zumárraga, para que pueda aceptar a quien está alejado de los centros de poder –el pueblo fiel, que cree en la verdadera FE católica en Jesucristo-, pero que sin embargo, es depositario de dones, gracias y revelaciones divinas, a pesar de su –humanamente hablando- insignificancia –Juan Diego no tiene estudios teológicos ni títulos humanos, pero sí una FE cierta y verdadera-.
Nosotros no tenemos una tilma, como Juan Diego, pero sí tenemos un corazón, y ese pobre corazón, contrito y humillado, se lo ofrecemos a Nuestra Señora de Guadalupe, para que imprima en él su amorosísima imagen.





[2] La copia más antigua se halla en la Biblioteca Pública de Nueva York Rare Books and Manuscripts Department. The New York Public Library, Astor, Lenox and Tilden Foundation.
[3] Cfr. ibidem.

viernes, 8 de diciembre de 2017

El verdadero devoto de la Inmaculada no solo celebra su día sino que busca imitarla en su vida


         La Iglesia celebra a la Inmaculada Concepción de María por disposición del Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854, en su bula Ineffabilis Deus quien definió dogmáticamente, de esta manera, la ausencia de pecado de la Virgen y Madre de Dios: “...declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles...”. Esta declaración del Magisterio tiene una estrecha relación con nuestra vida espiritual. Para saber porqué, es necesario que indaguemos brevemente acerca de la razón por la cual la Virgen fue declarada Inmaculada.
         La razón por la cual la Virgen fue concebida Purísima, es decir, sin la mancha del pecado original, además de ser concebida como la “Llena de gracia” por estar inhabitada por el Espíritu Santo, es que Ella era la elegida, por la Trinidad, desde toda la eternidad, para ser Custodia Viviente y Sagrario más precioso que el oro, para la Encarnación del Verbo de Dios. Es decir, María fue concebida sin la mancha del pecado original y también inhabitada por el Espíritu Santo, porque estaba destinada a ser, además de Virgen, la Madre de Dios, el Tabernáculo Viviente del Hijo de Dios Altísimo, que es la Santidad Increada en sí misma, y por ese motivo, no podía, Aquella que habría de ser su Madre en la tierra, ser concebida siquiera con la más ligerísima malicia. Es decir, si la Virgen estaba destinada a ser la Madre del Dios Tres veces Santo, no podía estar Ella contaminada con la mancha del pecado original, puesto que el pecado es lo opuesto a la santidad divina. El pecado, que nace de lo más profundo del corazón del hombre –“Es del corazón del hombre de donde sale toda clase de maldad”-, es sinónimo de malicia, lo cual se opone radicalmente a la bondad divina, que es la santidad. La Virgen no podía tener ni siquiera la más pequeñísima sombra de malicia y esta es la razón de haber sido concebida no solo Purísima, es decir, sin pecado original, sino además “Llena de gracia”, es decir, inhabitada por el Espíritu Santo. Este doble privilegio significa que la Virgen no solo jamás tuvo la más ligerísima malicia, sino ni siquiera la más pequeñísima imperfección: su Mente era Sapientísima, su Corazón Inmaculado y su Cuerpo Purísimo, es decir, su Humanidad era perfecta, de toda perfección. Humanamente hablando, la Virgen era la creatura más hermosa, bondadosa y perfecta que jamás hubiera la Trinidad podido crear. Pero además estaba inhabitada por el Espíritu Santo, lo cual es un privilegio distinto, porque a la perfección de su Humanidad, la inhabitación del Espíritu Santo le agregaba dones sobrenaturales inimaginables siquiera, no solo en los hombres, sino en los ángeles más poderosos. Por la presencia del Espíritu Santo en su Alma y Cuerpo Purísimos, su Mente era plena de la Sabiduría de Dios; su Corazón, en el que inhabitaba el Amor de Dios, sólo amaba a Dios; su Cuerpo Purísimo estaba libre de toda imperfección y de todo amor profano o mundano, de manera tal que todo lo que amaba era Dios y lo que amaba fuera de Dios, lo amaba por Dios, para Dios y en Dios.
         La Iglesia celebra y exulta de gozo en este día, la creación, por parte de Dios, de la creatura más santa, hermosa y bienaventurada que jamás haya existido en el mundo ni existirá hasta el fin de los tiempos, la Purísima Concepción de María, Aquella que habría de engendrar en el tiempo al Hijo Eterno del Padre y que, participando de su Pasión, sería Corredentora de la humanidad y esta es la razón de la Solemnidad de este día.
         Ahora bien, el verdadero devoto de la Inmaculada Concepción, no se limita a simplemente conmemorar y celebrar a la Virgen: puesto que la Virgen, por disposición divina, es Madre de los bautizados, quien es verdadero devoto de la Virgen, se esfuerza por imitarla en su santidad, en su pureza y en su Amor a Dios. Podría parecer un despropósito, que un pecador –como lo somos todos y cada uno de los hombres- se atreviera a imitar a la Virgen y Madre de Dios, porque a diferencia de Ella, nosotros hemos sido concebidos con la mancha del pecado original y si bien éste fue quitado por el Bautismo sacramental, permanece en nosotros la inclinación al mal, la dificultad en conocer y amar la Verdad y el obrar el bien meritorio para el Cielo. Visto humanamente, es imposible que un pecador, como todos y cada uno de nosotros, seamos capaces de imitar a la Inmaculada Concepción. Pero “lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios” y es aquí cuando Dios viene en nuestra ayuda, para que podamos imitar a la Virgen en su Inmaculada Concepción. ¿De qué manera? Por la gracia santificante, porque por la gracia, el cuerpo se convierte en templo del Espíritu Santo, el alma en morada de la Trinidad y el corazón, en altar y sagrario viviente en donde es amado y adorado Jesús Eucaristía. Así como la Virgen era Purísima en su cuerpo, así el cristiano, que vive en gracia, se decide a vivir en pureza de cuerpo, según su estado; así como el Corazón de la Virgen era Inmaculado y en él inhabitaba el Amor de Dios, que la hacía amar solo a Dios y lo que no era Dios, en Dios y para Dios, así el corazón del alma en gracia es inhabitado por el Espíritu Santo, que hace que el cristiano ame a Dios y a lo que no es Dios, en Dios y para Dios; por último, así como la Mente de María era sapientísima porque estaba iluminada por el Espíritu Santo, así también, la mente del cristiano que está en gracia, es iluminada por el Espíritu Santo, recibiendo de Él toda la sabiduría divina y así como la Virgen no tuvo pecado alguno, así el cristiano busca de evitar el pecado mortal y el venial deliberado, aun a costa de su propia vida.
El verdadero devoto de la Inmaculada no solo celebra su día sino que busca imitarla en su vida, evitando el pecado y viviendo en gracia, como anticipo de la vida de gloria que, por Misericordia de Dios y por intercesión de María Santísima, desea vivir por la eternidad.


martes, 5 de diciembre de 2017

El dogma de la Inmaculada Concepción y su relación con nuestra vida espiritual


Para saber qué relación hay entre la Inmaculada Concepción de María y nuestra vida espiritual, es necesario recordar qué es lo que los católicos entendemos cuando decimos “Inmaculada Concepción”: es el dogma de fe que declara que por una gracia singular de Dios, María fue preservada de todo pecado, desde su concepción[1].
Esta doctrina es de origen apostólico, aunque el dogma fue proclamado por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854, en su bula Ineffabilis Deus: “...declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles...”.
Esto significa que, en el momento de ser creada el alma de María Santísima, Dios, en atención a los méritos de Jesucristo en la Cruz, y para que la Virgen fuera digna morada del Verbo Encarnado, Dios decretó que su alma fuera Purísima desde la Concepción, esto es, desde el momento mismo en el cual Dios crea el alma y la infunde en la materia orgánica  procedente de los padres. La Virgen estaba destinada a ser Virgen y Madre de Dios al mismo tiempo y por eso mismo, no podía, por este doble privilegio divino, estar contaminada con la mancha del pecado original: si estaba destinada a ser el Sagrario Viviente del Dios Tres veces Santo, no podía ese sagrario tener mancha alguna de pecado, de malicia, de corrupción. Pero no solo esto: además de ser concebida sin la mancha del pecado original, la Virgen tuvo el privilegio de estar inhabitada por el Espíritu Santo desde su Concepción, y por eso es llamada “Llena de gracia”. Es decir, se trata de dos privilegios: no solo su humanidad es perfecta y pura en sí misma, al no tener la mancha del pecado original, sino que es una humanidad santificada por la gracia, debido a que el Espíritu de Dios habitó en Ella desde su Concepción. De ahí el doble título: es la “Purísima” y es la “Llena de gracia” desde el comienzo de su vida humana, esto es, desde que Dios creó su Alma Limpidísima y la infundió en su Cuerpo Purísimo.
En la Encíclica “Fulgens corona”, publicada por el Papa Pío XII en 1953 para conmemorar el centenario de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción, el Papa argumenta así: “Si en un momento determinado la Santísima Virgen María hubiera quedado privada de la gracia divina, por haber sido contaminada en su concepción por la mancha hereditaria del pecado, entre ella y la serpiente no habría ya -al menos durante ese periodo de tiempo, por más breve que fuera- la enemistad eterna de la que se habla desde la tradición primitiva hasta la solemne definición de la Inmaculada Concepción, sino más bien cierta servidumbre”. En otras palabras, la Virgen es la Mujer del Génesis, que aplasta la cabeza de la Serpiente, pero no podría serlo si en Ella hubiera aunque sea la más mínima sombra de malicia o pecado. Puesto que es la Purísima, no hay nada de común entre la Virgen y el espíritu inmundo por antonomasia, el Demonio, Padre del pecado y de toda malicia, y esa es la razón de la enemistad eterna entre la Virgen y el Demonio (cfr. Gn 3, 15).
La condición de María de ser “Llena de gracia” se revela en el saludo del Ángel Gabriel a la Santísima Virgen María: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28), significando con esta expresión “una singular abundancia de gracia, un estado sobrenatural del alma en unión con Dios”[2].
En el Apocalipsis se narra sobre la “Mujer vestida de sol” (12, 1): siendo el sol la representación de Jesucristo, “Sol de justicia”, la Mujer revestida de sol es la Iglesia colmada de la santidad divina, santidad que se realiza plenamente en la Santísima Virgen, en virtud de una gracia singular. En la Virgen –y también en la Iglesia, en cuanto Esposa del Cordero que nace de su costado traspasado- se da todo el esplendor de la gloria divina, simbolizada en el sol, porque no hay en Ella sombre ni mancha alguna de pecado.
Una vez que hemos recordado el significado de la “Inmaculada Concepción”, nos preguntamos: ¿cuál es la relación entre la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María y nuestra vida espiritual?
Siendo Ella nuestra Madre del cielo, estamos llamados a imitar a Nuestra Madre celestial, y aunque pudiera parecer un despropósito que nosotros, que hemos nacido con la mancha del pecado original y poseemos la inclinación de la concupiscencia hacia el mal, pudiésemos imitar a la Virgen, no lo es, porque hay algo que nos permite imitarla, y es la gracia santificante. Por la gracia santificante, estamos llamados a convertir nuestros cuerpos en “templos del Espíritu Santo” y a nuestras almas y corazones en otros tantos sagrarios y altares en donde recibamos a Jesús Eucaristía, para ser allí amado y adorado, en el tiempo y en la eternidad.


Las características de la devoción legionaria (2): María Medianera de todas las gracias


         La Legión de María se caracteriza por cultivar una “confianza sin límites”[1] en la Virgen, y la razón es que Dios mismo tuvo una confianza sin límites en la Virgen, al elegirla para que fuera Madre de Dios Hijo encarnado y como consecuencia de esta confianza sin límites, Dios le concedió a la Virgen –entre otros innumerables privilegios- “un poder sin límites”[2], al hacerla partícipe de su poder divino. Esta es la razón por la cual la Virgen es la “Mujer del Génesis” que aplasta la cabeza del Dragón infernal: porque ella participa del poder de Dios; es decir, ante la presencia de la Virgen, el Demonio tiembla de terror, porque experimenta el poder de Dios, presente en la Madre de Dios.
         La confianza de la Legión en María Santísima se ve, de un modo particular, en la consideración de María como Medianera de todas las gracias: si bien Jesucristo, en cuanto Hombre-Dios, es la Fuente de toda gracia, porque Él es la Gracia Increada en sí misma, el mismo Dios dispuso que TODA gracia que el alma necesite para su eterna salvación, pasara a través de la Virgen y solo a través de la Virgen. Esto significa que no hay ninguna gracia, por grande o pequeña que sea, que no pase por el Corazón y las manos de María. En consecuencia, el flujo de gracias es el siguiente: Sagrado Corazón de Jesús (Fuente Increada de la Gracia) – Inmaculado Corazón de María (Medianera de toda gracia) – Alma penitente (receptora de la gracia de Jesús, de manos de María).
         Afirma el Manual del Legionario que Dios dispuso que, “cuando obramos unidos a Ella, tengamos más acceso a Él y, en consecuencia, mayores garantías de alcanzar sus dones”. Esto es así porque el Inmaculado Corazón de María está estrecha e indisolublemente unido al Sagrado Corazón de Jesús; entonces, cuanto más cerca estemos del Corazón de María, más cerca estaremos del Corazón de Jesús. El hecho de contemplar o de consagrarnos al Inmaculado Corazón de María, no solo no interrumpe o dificulta el flujo de gracias, como muchos erróneamente piensan; por el contrario, al ser la Virgen “la Esposa del Espíritu Santo y el canal por el que fluyen hasta nosotros cuantas gracias manan de la Pasión de Cristo”[3], el flujo de gracias se ve aumentado e incrementado de modo inimaginable. Afirma el Manual: “No hay nada de cuanto recibimos que no lo debamos a una intervención positiva de María, la cual, no contenta con transmitir nuestras súplicas, las hace eficaces para alcanzar cuanto piden”[4]. En otras palabras, la Virgen no solo presenta nuestras súplicas a su Hijo, sino que, en cierta manera, Ella pide por nosotros y, como sabemos, no hay nada que el Hijo le niegue a la Madre, de ahí la eficacia asegurada al recurrir a María como Celestial Intercesora.
         Por este motivo, la Legión cultiva “una fe viva en el oficio mediador de María e inculca esta práctica con especial devoción a sus miembros”[5].




[1] Cfr. Manual del Legionario, V, 2.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.