La devoción
a Nuestra Señora de Guadalupe no se origina en el fervor de un pueblo, sino en
una de las más grandiosas apariciones, en persona, de la Santísima Virgen
María. La fuente más antigua y confiable de estas apariciones se encuentra en
el escrito denominado “Nican Mopohua”, que son las dos palabras iniciales en
idioma náhuatl –que todavía se habla en algunas regiones de México-, usadas por
antonomasia para identificar el relato de las Apariciones de Nuestra Señora de
Guadalupe al Beato Juan Diego, indígena azteca, ocurridas del 9 al 12 de
diciembre de 1531.
El
título completo de esta narración –la cual nos asegura de la veracidad de los
hechos- es: “Aquí se cuenta se ordena cómo hace poco milagrosamente se apareció
la Perfecta Virgen Santa María, Madre de Dios, nuestra Reina; allá en el
Tepeyac, de renombre Guadalupe”. El texto es la principal fuente por la cual
podemos conocer acerca el Mensaje de la Santísima Virgen al Beato Juan Diego, a
México y al Mundo.
El texto se atribuye a Don Antonio Valeriano (1520?-1605?), sabio indígena
aventajado discípulo de Fr. Bernardino de Sahagún. Don Antonio recibió la
historia de labios del vidente, Juan Diego, muerto en 1548. En él se narra la Evangelización de
una cultura por la intervención de Dios y de la Santísima Virgen. Leyendo entre
líneas y más, desde la óptica náhuatl, se percata uno de cómo esta
Evangelización empapó hasta las más íntimas fibras de la cultura pre-hispánica.
De esta manera, el catolicismo, lejos de ser una intromisión indebida en la
cultura indígena americana, como la lectura marxista de la historia falsamente
afirma, se constituyó en la esencia de esta misma cultura indígena, pero
purificada de sus errores y elevada por el misterio pascual de Nuestro Señor
Jesucristo, Dios entrado en el tiempo.
En
efecto, gracias a la Evangelización de España, fortalecida enormemente por las
Apariciones de la Virgen de Guadalupe, se produce la unión, en una sola
religión, la religión católica, y en la Sangre de Cristo, de dos civilizaciones
que, de no ser así, habrían sido enemigas irreconciliables entre sí. La Virgen
Santísima se aparece, no por casualidad, cuando los Conquistadores y
Evangelizadores de España habían comenzado a llevar a cabo la más grandiosa
empresa de todos los tiempos, más grandiosa que la llegada del hombre a la
Luna, y es la entrega del Nuevo Continente al Rey de cielos y tierra,
Jesucristo. La Virgen aparece como “Cristófora”, como Portadora de Cristo,
apareciendo Cristo en el centro de la Historia humana, según la Biblia (cfr. Jn. 3,14-16), en el centro de la
narración Nican Mopohua (vv.26-27) y en el centro del mensaje gráfico de la
Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe: el Niño Sol que lleva en su vientre
Santísimo.
Los
protagonistas del Nican Mopohua son la Virgen Santísima, la cual nos pide un
templo para honrar y adorar a su Hijo; el Beato Juan Diego, vidente y confidente
de la Santísima Virgen; el Obispo Fr. Juan de Zumárraga a cuya Autoridad se
confía el asunto; el tío del Beato Juan Diego, sanado milagrosamente; los
criados del Obispo que siguen al Beato Juan Diego y por orden suya lo espían; la
ciudad entera que reconoce lo sobrenatural de la imagen y entrega su corazón a
la Santísima Virgen –en realidad, la nación mexicana entera, porque luego de
las Apariciones en el Tepeyac, se convirtieron más de ocho millones de
indígenas-.
El Nican Mopohua, el escrito más
antiguo que existe sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe, se narran
estas apariciones de la siguiente forma.
Primera
Aparición: sucede un día sábado, de madrugada, en
el momento en el que “Juan Diego acudía a la Santa Misa y además a realizar sus
mandatos a Tlatilolco. Al amanecer, y al llegar junto al cerro llamado
Tepeyacac, oyó cantar arriba del cerro, una hermosa melodía que semejaba el canto
de varios pájaros; de a ratos callaban las voces de los cantores y parecía que
el monte les respondía. Su canto, muy suave y deleitoso, sobrepasaba al del
coyoltótotl y del tzinizcan y de otros pájaros lindos que cantan. Se paró Juan
Diego para ver y dijo para sí: “¿Por ventura soy digno de lo que oigo?, ¿Quizás
sueño?, ¿Me levanto de dormir?, ¿Dónde estoy?, ¿Acaso en el paraíso terrenal,
que dejaron dicho los viejos, nuestros mayores?, ¿Acaso ya en el cielo?”. Era el preludio a la Aparición de la Virgen;
el gozo que experimenta Juan Diego en el cerro Tepeyac, ante la manifestación
de la Mujer revestida de sol, esto es, de la gloria de Dios, la Virgen, nos
recuerda al gozo de San Pedro en el Monte Tabor, ante la Transfiguración
gloriosa de Nuestro Señor.
Estaba
viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo, de donde procedía el precioso
canto celestial. Y así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó que
le llamaban de arriba del cerrito y le decían: “Juanito, Juan Dieguito”. Es la Virgen quien lo llama, con dulcísimo
llamado maternal, así como una madre amorosísima llama a sus hijos amados.
Luego
se atrevió a ir a donde le llamaban. No se sobresaltó un punto, al contrario,
muy contento, fue subiendo el cerrillo, a ver de dónde le llamaban. Es el Amor de Dios quien le infunde esta
gran confianza, preparando su corazón para el encuentro con la Madre de Dios.
Cuando
llegó a la cumbre vio a una señora, que estaba allí de pie y que le dijo que se
acercara. Si no hubiera estado asistido
por el Espíritu Santo, habría desfallecido de amor, al ver el esplendor de la
Virgen Santísima.
Llegado
a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza: su vestidura era
radiante como el sol; el risco en que posaba su planta, flechado por los
resplandores, semejaba una ajorca de piedras preciosas; y relumbraba la tierra
como el arco iris. Los mezquites, nopales y otras diferentes hierbecillas que
allí se suelen dar parecían de esmeralda; su follaje, finas turquesas; y sus
ramas y espinas brillaban como el oro. La
Virgen es la Mujer revestida de sol, es decir, de la gloria de Dios, porque
lleva en sí misma al Sol de justicia, Jesucristo. Su presencia transforma un
monte desértico en un paraíso celestial en la tierra.
Se
inclinó delante de ella y oyó su palabra, muy suave y cortés, cual de quien
atrae y estima mucho. Ella le dijo: “¿Juanito, el más pequeño de mis hijos,
dónde vas?”. La Virgen le pregunta con
toda dulzura maternal, tal como una madre amorosísima pregunta a su hijo más
pequeño adónde se dirige.
Él
respondió: “Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casa de México Tlatilolco,
a seguir las cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes,
delegados de Nuestro Señor”. Juan Diego la trata –con toda naturalidad,
porque está asistido por el Espíritu Santo- como “Señora y Niña mía”, y en
efecto la Virgen es Señora de cielos y tierra, y Niña amadísima de la Santísima
Trinidad, por ser Ella la Inmaculada Concepción y la Llena de gracia. Juan
Diego le responde que se dirige a “seguir las cosas divinas”, esto es, se
dirige a asistir a la Santa Misa.
Ella
luego le habló y le descubrió su santa voluntad. Le dijo: “Sabe y ten
entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen María,
Madre del verdadero Dios por quien se vive: del Creador cabe quien está todo:
Señor del cielo y de la tierra”. La Virgen,
la más excelsa creatura jamás creada, se revela como quien es: la Madre del
Dios verdadero, que es la Vida Increada y por quien vive todo lo que tiene
vida, el Dueño de cielos y tierra.
Luego le manifiesta el propósito
para el cual ha venido del Cielo, y es que en ese lugar se construya un templo
adonde su Hijo sea amado y adorado y en donde Ella atenderá personalmente las
penas y dolores de sus hijos: “Deseo vivamente que
se me erija aquí un templo, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión,
auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre, a ti, a todos vosotros
juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen
y en mi confíen; oír allí sus lamentos y remediar todas sus miserias, penas y
dolores”.
Como confirmando que la Iglesia
Católica, establecida en su jerarquía por Jesús, es la verdadera Iglesia, y que
la Aparición no es contraria a dicha Iglesia y Jerarquía, la Santísima Virgen
envía a Juan Diego ante la presencia del Señor Obispo del lugar, prometiéndole
una gran recompensa por sus esfuerzos en cumplir lo que Ella le pide:
“Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del Obispo de
México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que deseo, que aquí me
edifique un templo: le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado, y lo
que has oído. Ten por seguro que te lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te
haré feliz y merecerás mucho que yo recompense el trabajo y fatiga con que vas
a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato, hijo mío el más
pequeño, anda y pon todo tu esfuerzo”.
Juan
Diego contestó: “Señora mía, ya voy a cumplir tu mandato; por ahora me despido
de ti, yo tu humilde siervo”. Luego bajó, para ir a hacer su mandato; y salió a
la calzada que viene en línea recta a México. Juan Diego, movido por el amor a la Virgen, no duda un instante en acudir
a cumplir lo que su Señora le pide y así termina el relato de la Primera
Aparición en el Nican Mopohua.
Segunda
Aparición: “Habiendo entrado sin delación en la
ciudad, Juan Diego se fue en derechura al palacio del obispo que era el prelado
que muy poco antes había venido y se llamaba Fray Juan de Zumárraga, religioso
de San Francisco. Apenas llegó trató de verle; rogó a sus criados que fueran a
anunciarle. Y pasado un buen rato, vinieron a llamarle, que había mandado el
señor Obispo que entrara. Luego que entró, en seguida le dio el recado de la
Señora del Cielo; y también le dijo cuanto admiró, vio y oyó. Después de oír
toda su plática y su recado, pareció no darle crédito. El Obispo le respondió; “Otra
vez vendrás, hijo mío, y te oiré más despacio; lo veré muy desde el principio y
pensaré en la voluntad y deseo con que has venido”. Juan Diego cumple el recado de la Virgen, pero el Obispo no queda
conforme con la veracidad de lo que dice, por lo que no le da crédito a su
narración, pensando que con toda seguridad, sería su imaginación.
Continúa
el Nican Mopohua: “Juan Diego salió y se vino triste, porque de ninguna manera
se realizó su mensaje. En el mismo día se volvió; se vino derecho a la cumbre del
cerrito, y acertó con la Señora del Cielo, que le estaba aguardando, allí mismo
donde le vio la primera vez: “Señora, la más pequeña de mis hijas. Niña mía,
fui a donde me enviaste a cumplir tu mandato, le vi y le expuse tu mensaje, así
como me advertiste; me recibió benignamente y me oyó con atención; pero en
cuanto me respondió, apareció que no lo tuvo por cierto. Me dijo: “Otra vez
vendrás, te oiré más despacio, veré muy desde el principio el deseo y voluntad
con que has venido”. Comprendí perfectamente en la manera que me respondió que
piensa que es quizás invención mía que tú quieres que aquí te hagan un templo y
que acaso no es de orden tuya; por lo cual te ruego encarecidamente, Señora y
Niña mía, que a alguno de los principales, conocido y respetado y estimado, le
encargues que lleve tu mensaje, para que le crean; porque yo soy solo un
hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja,
soy gente menuda, y tú, Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me
envías a un lugar por donde no ando y donde no paro. Perdóname que te cause
pesadumbre y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mía”. Juan Diego le cuenta a la Virgen, con pesar, la respuesta incrédula del
Obispo, al tiempo que, reconociéndose “un hombrecillo”, le pide que envíe a
alguien de mayor porte –social, intelectual-, para que así le hagan caso. Lo que
no sabe Juan Diego es que quien mueve los corazones es Ella, bajo la guía del
Amor de Dios, el Espíritu Santo, y no los títulos terrenos.
“Le
respondió la Santísima Virgen: “Oye, hijo mío el más pequeño, ten entendido que
son muchos mis servidores y mensajeros a quienes puedo encargar que lleven mi
mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo
solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi voluntad. Mucho te
ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana
a ver al Obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por entero mi voluntad:
que tiene que poner por obra el templo que le pido. Y otra vez dile que yo en
persona, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía”. En los planes de Dios está que sea Juan
Diego, y no otro, el que lleve el recado del Cielo, y eso es lo que la Virgen
le dice a Juan Diego, enviándolo de nuevo ante el Obispo.
“Respondió
Juan Diego: “Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; de muy buena gana iré
a cumplir tu mandato; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso
el camino. Iré a hacer tu voluntad, pero acaso no seré oído con agrado; o si
fuese oído, quizás no me creerá. Mañana en la tarde cuando se ponga el sol
vendré a dar razón de tu mensaje, con lo que responda el prelado. Ya me
despido, Hija mía, la más pequeña, mi Niña y Señora. Descansa entretanto”.
Luego se fue él a descansar a su casa”. Juan
Diego, como hijo amoroso de la Madre del cielo, le promete que irá nuevamente a
lo del Señor Obispo, para presentarle su recado. Le dice que descanse, sin
percatarse que María Santísima descansa en la gloria de Dios por los siglos sin
fin.
Tercera
Aparición: “Al día siguiente, domingo muy de
madrugada, salió de su casa y se vino derecho a Tlatilolco a instruirse de las
cosas divinas y estar presente en la cuenta para ver en seguida al prelado. Casi
a las diez, se aprestó, después de que se oyó Misa y se hizo la cuenta y se
dispersó el gentío. Al punto se fue Juan Diego al palacio del señor Obispo.
Apenas llegó, hizo todo empeño para verle: otra vez con mucha dificultad le
vio; se arrodilló a sus pies; se entristeció y lloró al exponerle el mandato de
la Señora del Cielo, que ojalá que creyera su mensaje y la voluntad de la
Inmaculada de erigirle su templo donde manifestó que lo quería. El señor
Obispo, para cerciorarse le preguntó muchas cosas, donde la vio y cómo era; y él
refirió todo perfectamente al señor Obispo. Más aunque explicó con precisión la
figura de ella y cuanto había visto y admirado, que en todo se descubría ser
ella la siempre Virgen Santísima Madre del Salvador Nuestro Señor Jesucristo;
sin embargo, el (Obispo) no le dio crédito y dijo que no solamente por su
plática y solicitud se había de hacer lo que pedía; que, además, era muy necesaria
alguna señal para que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora del
cielo. Así que lo oyó dijo Juan Diego al Obispo: “Señor, mira cual ha de ser la
señal que pides; que luego iré a pedírsela a la Señora del Cielo que me envió
acá”. Viendo el Obispo que ratificaba todo sin dudar ni retractar nada, le
despidió”. El Obispo continúa incrédulo,
le pide una señal del Cielo y envía a sus criados para que lo sigan y vean qué
es lo que hace Juan Diego. A su vez,
Juan Diego promete llevarle el pedido del Obispo a la Madre de Dios.
“(el
Obispo) Mandó inmediatamente unas gentes de su casa, en quienes podía confiar,
que le vinieran siguiendo y vigilando mucho a dónde iba y a quién veía y
hablaba. Así se hizo. Juan Diego se vino derecho y caminó la calzada; los que
venían tras él, donde pasa la barranca, cerca del puente del Tepeyacac, le
perdieron; y aunque más buscaran por todas partes, en ninguna le vieron. Así es
que se regresaron, no solamente porque se fastidiaron, sino también porque les
estorbó su intento y les dio enojo. Eso fueron a informar al señor Obispo,
inclinándose a que no le creyera: le dijeron que nomás le engañaba; que nomás
forjaba lo que venía a decir, o que únicamente soñaba lo que decía y pedía; y
en suma discurrieron que si otra vez volvía le habían de coger y castigar con
dureza, para que nunca más mintiera y engañara”. Los criados del Obispo lo pierden de vista a Juan Diego y, movidos más
por la humana razón que por el Espíritu de Dios, tratan a Juan Diego de
mentiroso y embaucador, prometiendo incluso castigarlo físicamente, para que ya
no mintiera. Los criados representan a la razón humana que, sin la gracia, se
pierde la vida sobrenatural y se encierra en sus propios razonamientos.
“Entre
tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que
traía del señor Obispo; la que oída por la Señora le dijo: “Bien está hijito
mío, volverás aquí mañana para que lleves al Obispo la señal que te ha pedido;
con esto te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará; y sábete,
hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has
emprendido; ea, vete ahora, que mañana aquí te aguardo”. Juan Diego le da el recado del Obispo a la Virgen, y la Madre del Cielo
le responde que dará al Obispo una señal de cuyo origen celestial no dudará, creyendo
en adelante en las Apariciones.
Cuarta
Aparición: “Al día siguiente, lunes, cuando tenía que llevar Juan Diego alguna
señal para ser creído, ya no volvió. Porque cuando llegó a su casa, a un tío
que tenía, llamado Juan Bernardino, le había dado enfermedad, y estaba muy
grave. Primero fue a llamar a un médico y le auxilió; pero ya no era tiempo, ya
estaba muy grave. Por la noche, le rogó su tío que de madrugada saliera y
viniera a Tlatilolco a llamar a un sacerdote, que fuera a confesarle y
disponerle, porque estaba muy cierto de que era tiempo de morir y que ya no se
levantaría ni sanaría. El martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su
casa a Tlatilolco a llamar al sacerdote; y cuando venía llegando al camino que
sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyacac, hacia el poniente por donde
tenía costumbre de pasar, dijo: “Si me voy derecho, no sea que me vaya a ver la
Señora, y en todo caso me detenga, para que lleve la señal al prelado, según me
previno; que primero nuestra aflicción nos deje y primero llame yo de prisa al
sacerdote; el pobre de mi tío lo está ciertamente aguardando”. Luego dio vuelta
al cerro; subió por entre él y pasó al otro lado, hacia el oriente, para llegar
pronto a México y que no le detuviera la Señora del Cielo. Pensó que por donde dio
la vuelta no podía verle la que está mirando bien a todas partes. La vio bajar
de la cumbre del cerrillo y que estuvo mirando hacia donde antes él la veía.
Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: “¿Que hay, hijo mío el más
pequeño?, ¿a dónde vas?”. Se apenó él un poco, o tuvo vergüenza, o se asustó.
Se inclinó delante de ella y la saludó diciendo: “Niña mía, la más pequeña de
mis hijas. Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido?, ¿Estás bien de
salud, Señora y Niña mía? Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía, que está
muy malo un pobre siervo tuyo, mi tío: le ha dado la peste, y está para morir.
Ahora voy presuroso a tu casa de México a llamar a uno de los sacerdotes amados
de Nuestro Señor, que vaya a confesarle y disponerle; porque desde que nacimos
vinimos a aguardar el trabajo de nuestra muerte. Pero sí voy a hacerlo, volveré
luego otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname,
tenme por ahora paciencia; no te engaño. Hija mía la más pequeña, mañana vendré
a toda prisa”. Juan Diego, movido por la
aflicción causada por la segura muerte de su tío y temeroso de su alma, trata
de evitar pasar por el lugar de las Apariciones, para ir en busca del
sacerdote. Muestra una gran fe, tanto en el destino eterno, como en el poder de
los sacramentos de la Iglesia, administrados por los sacerdotes. No tiene
intención de no hacer lo que la Virgen le pide, pero se deja llevar por la
aflicción y pospone el encuentro con la Virgen.
“Después
de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen: “Oye y ten
entendido hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se
turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y
angustia. ¿No estoy yo aquí?, ¿No soy tu Madre?, ¿No estás bajo mi sombra?, ¿No
soy yo tu salud?, ¿No estás por ventura en mi regazo?, ¿Qué más has menester?
No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que
no morirá ahora de ella; está seguro de que sanó”. En horabuena que Juan Diego hizo esto, pues fue la causa de las más
hermosas palabras jamás dirigidas por una madre a su hijo afligido; en este
caso, es la Virgen la que nos habla al corazón, en la persona de Juan Diego, a
todos y cada uno de nosotros, por lo que las palabras dirigidas a Juan Diego, son
para nosotros. Para todos y cada uno de nosotros, sus pequeños hijos.
“(Y entonces sanó su tío, según después se
supo). Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo consoló
mucho; quedó contento. Le rogó que cuanto antes se despachara a ver al señor
Obispo, a llevarle alguna señal y prueba, a fin de que creyera. La Señora del
Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrito, donde antes la veía.
Le dijo: “Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrito; allí donde me
viste y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas,
recógelas; en seguida baja y tráelas a mi presencia”. Al punto subió Juan Diego
al cerrillo. Y cuando llegó a la cumbre, se asombró mucho de que hubieran
brotado tantas varias exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se
dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo. Estaban muy fragantes y llenas
del rocío de la noche, que semejaba perlas preciosas. Luego empezó a cortarlas;
las juntó todas y las hecho en su regazo. La cumbre del cerrito no era lugar en
que se dieran ningunas flores, porque tenía muchos riscos, abrojos, espinas,
nopales y mezquites; y si se solían dar hierbecillas, entonces era el mes de
diciembre, en que todo lo come y echa a perder el hielo. Bajó inmediatamente y
trajo a la Señora del Cielo las diferentes flores que fue a cortar; la que, así
como las vio, las cogió con su mano y otra vez se las echó en el regazo,
diciéndole: “Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de flores es la prueba y
señal que llevarás al Obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad
y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza.
Rigurosamente te ordeno que sólo delante del Obispo despliegues tu manta y
descubras lo que llevas. Contarás bien todo; dirás que te mandé subir a la
cumbre del cerrito, que fueras a cortar flores, y todo lo que viste y
admiraste, para que puedas inducir al prelado a que dé su ayuda, con objeto de
que se haga y erija el templo que he pedido”. Después que la Señora del Cielo
le dio su consejo, se puso en camino por la calzada que viene derecho a México;
ya contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que portaba
en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, gozándose en la
fragancia de las variadas hermosas flores”. Luego de prometer la cura del tío
de Juan Diego, tal como sucedió, la Virgen manda a Juan Diego a recoger flores
del cerro de Tepeyac, flores las cuales, rosas de Castilla, eran ya un prodigio
que crecieran en ese lugar y en esa época del año, el invierno. Creyendo Juan
Diego que ésta era la señal celestial que haría cambiar de opinión al Obispo,
se dirigió a cumplir su recado –desplegar su tilma solo ante la presencia del
Obispo-, con todo gozo y alegría, maravillado por el perfume de las exquisitas
rosas de Castilla.
El
Milagro de la imagen: “Al llegar Juan Diego al palacio
del Obispo salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del prelado.
Les rogó que le dijeran que deseaba verle; pero ninguno de ellos quiso,
haciendo como que no le oían, sea porque era muy temprano, sea porque ya le
conocían, que solo los molestaba, porque les era inoportuno; además ya les
habían informado sus compañeros que le perdieron de vista, cuando habían ido en
su seguimiento. Largo rato estuvo esperando Juan Diego. Como vieron que hacía
mucho que estaba allí, de pie, cabizbajo, sin hacer nada, decidieron llamarlo
por si acaso; además, al parecer traía algo que portaba en su regazo, por lo
que se acercaron a él, para ver lo que traía y satisfacerse. Viendo Juan Diego
que no les podía ocultar lo que traía, y que por eso le habían de molestar,
empujar y aporrear, descubrió un poco que eran flores; y al ver que todas eran
diferentes, y que no era entonces el tiempo en que se daban, se asombraron
muchísimo de ello, lo mismo de que estuvieran muy frescas, y tan abiertas, tan
fragantes y tan preciosas. Quisieron sacarle algunas; pero no tuvieron suerte
las tres veces que se atrevieron a tomarlas; porque cuando iban a cogerlas ya
no se veían verdaderas flores, sino que les parecían pintadas o labradas o
cosidas en la manta. Fueron luego a decirle al señor Obispo lo que habían visto
y que pretendía verle el indito que tantas veces había venido; el cual hacía
mucho que por eso aguardaba, queriendo verle. Cayó, al oírlo, el señor Obispo
en la cuenta de que aquello era la prueba, para que se certificara y cumpliera
lo que solicitaba el indito. En seguida mandó que entrara a verle. Luego que
entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y contó de nuevo
todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje. (Juan Diego) le dijo:
“Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a mi Ama, la Señora del
Cielo, Santa María preciosa Madre de Dios, que pedías una señal para poder
creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide que lo erijas; y
además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna señal y
prueba, que me encargaste, de su voluntad. Condescendió a tu recado y acogió
benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para que se cumpla su
voluntad. Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte; le pedí la
señal para que me creyeras, según me había dicho que me la daría; y al punto lo
cumplió; me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes ya la viera, a que
fuese a cortar varias flores. Después que fui a cortarlas las traje abajo; las tomó
con su mano y de nuevo las echó en mi regazo, para que te las trajera y a ti en
persona te las diera. Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es
lugar para que se den flores, porque solo hay muchos riscos, abrojos, espinas,
nopales y mezquites, no por eso dudé. Cuando fui llegando a la cumbre del
cerrillo vi que estaba en el paraíso, donde había juntas todas las varias y
exquisitas rosas de Castilla, brillantes de rocío, que luego fui a cortar. Ella
me dijo por qué te las había de entregar; y así lo hago, para que en ellas veas
la señal que me pides y cumplas su voluntad; y también para que aparezca la
verdad de mi palabra y de mi mensaje. Helas aquí: recíbelas”. Desenvolvió luego
su manta, pues tenía en su regazo las flores; y así que se esparcieron por el
suelo todas las diferentes flores, se dibujó en ella de repente la preciosa
imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera que está y
se guarda hoy en su templo del Tepeyac, que se nombra Guadalupe. Luego que la
vio el señor Obispo, él y todos los que allí estaban, se arrodillaron; mucho la
admiraron; se levantaron a verla, se entristecieron y acongojaron, mostrando
que la contemplaron con el corazón y el pensamiento. El señor Obispo con
lágrimas de tristeza oró y le pidió perdón de no haber puesto en obra su
voluntad y su mandato. Cuando se puso de pie desató del cuello de Juan Diego,
del que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la Señora del Cielo.
Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día más permaneció Juan Diego
en la casa del Obispo, que aún le detuvo. Al día siguiente le dijo: “Ea, a
mostrar dónde es voluntad de la Señora del Cielo que le erijan su templo”. Inmediatamente
se invitó a todos para hacerlo”. La señal
que habría de convencer al Obispo y a todos los hombres, no eran las exquisitas
rosas de Castilla -aunque estas eran, en sí mismas, ya una señal del Cielo-,
sino la maravillosísima imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, impresa
milagrosamente en la tilma de Juan Diego. Convencido el Señor Obispo de que era
la Virgen y Madre de Dios la que se le aparecía y le daba el recado a Juan
Diego, se decidió a autorizar la construcción del templo en donde el Hijo de la
Virgen María, Nuestro Señor Jesucristo, habría de ser amado, honrado, exaltado
y adorado.
Aparición
a Juan Bernardino: “No bien señaló Juan Diego dónde había
mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió licencia de irse.
Quería ahora ir a su casa a ver a su tío Juan Bernardino; el cual estaba muy
grave cuando le dejó y vino a Tlatilolco a llamar un sacerdote, que fuera a
confesarle y disponerle, y le dijo la Señora del Cielo que ya había sanado.
Pero no le dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa. Al llegar vieron
a su tío que estaba muy contento y que nada le dolía. Se asombró mucho de que
llegara acompañado y muy honrado su sobrino; a quien preguntó la causa de que
así lo hicieran y que le honraran mucho. Le respondió su sobrino que, cuando
partió a llamar al sacerdote que le confesara y dispusiera, se le apareció en
el Tepeyacac la Señora del Cielo; la que, diciéndole que no se afligiera que ya
su tío estaba bueno, con mucho se consoló, le despachó a México, a ver al señor
Obispo, para que le edificara una casa en el Tepeyacac. Manifestó su tío ser
cierto que entonces le sanó y que la vio del mismo modo en que se aparecía a su
sobrino; sabiendo por Ella que le había enviado a México a ver al Obispo.
También entonces le dijo la Señora que cuando él fuera a ver al Obispo, le
revelara lo que vio y de qué manera milagrosa le había sanado; y que bien le
nombraría, así como bien había de nombrarse su bendita imagen, la siempre
Virgen Santa María de Guadalupe”. Juan Diego
encuentra a su tío en pleno estado de salud, tal como la Virgen le había
prometido, pero además, se da con otra celestial sorpresa: la Virgen en persona
se le ha aparecido a su tío, revelándole la tarea que Ella le había encomendado
y encargándole que, cuando lo viera a su sobrino, le manifestara todo lo que le
había sucedido. La presencia de la Virgen solo trae paz y amor de Dios al alma.
“Trajeron
luego a Juan Bernardino a presencia del señor obispo; a que viniera a
informarle y atestiguar delante de él. A ambos, a él y a su sobrino, los
hospedó el Obispo en su casa algunos días, hasta que se erigió el templo de la
Reina en el Tepeyacac, donde la vio Juan Diego. El señor Obispo trasladó a la
Iglesia Mayor la santa imagen de la amada Señora del Cielo: la sacó del
oratorio de su palacio donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su
imagen”.
Hasta
aquí el relato del Nican Mopohua. Siendo como es, un relato de un hecho
celestial, la milagrosa estampa de la Virgen en la tilma de Juan Diego no agota
sus maravillas en este hermoso relato. La imagen misma posee tantos misterios
sobrenaturales, que es imposible que no sea venida del Cielo, creada por la
mismísima Virgen en persona.
Entre
esos misterios, está el contenido de los ojos de la Virgen, contenido relatado
por un informe médico el 27 de marzo de 1956, en el que se certifica la
presencia del triple reflejo (Efecto de Samson-Purkinje) característico de todo
ojo humano normal vivo, al tiempo que se afirma que las imágenes resultantes se
ubican exactamente donde deberían estar según el citado efecto, y también que
la distorsión de las imágenes concuerda perfectamente con la curvatura de la
córnea. Ese mismo año otro oftalmólogo, el Dr. Rafael Torrija Lavoignet,
examinó los ojos de la imagen ya con más detenimiento y con la utilización de
un oftalmoscopio. El Dr. Lavoignet reporta la aparente figura humana en las
córneas de ambos ojos, con la ubicación y distorsión propias de un ojo humano
normal, notando además una inexplicable apariencia “viva” de los ojos al ser
examinados. Varias otras inspecciones de los ojos han sido realizadas por
médicos oftalmólogos luego de éstas iniciales. Con mayores o menores detalles
todas concuerdan en general con las dos primeras aquí expuestas. En 1979, el
Dr. José Aste Tonsmann, un graduado de la Universidad de Cornell, trabajando
para IBM en procesamiento digital de imágenes, al digitalizar éste a altas
resoluciones una muy buena fotografía de la cara de la Virgen tomada
directamente de la tilma original, luego de procesar las imágenes de los ojos
por diversos métodos para eliminar “ruidos” y destacar detalles, el Dr.
Tonsmann realizó lo que serían increíbles descubrimientos: no solamente era
claramente visible en ambos ojos el “busto humano”, sino también por lo menos
otras cuatro figuras humanas eran también visibles en ambos ojos.
Quizás
uno de los aspectos más fascinantes del trabajo del Dr. Aste Tonsmann es su
opinión de que Nuestra Señora no solo nos dejara su imagen impresa como prueba
de su aparición sino también ciertos mensajes que permanecieron escondidos en
sus ojos para ser revelados cuando la tecnología permitiese descubrirlos y en
el tiempo en que fueran más necesarios.
Trascendental
significado de las Apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe:
la Virgen de Guadalupe fue reconocida por el papado y la monarquía española
como la Patrona de Nueva España. La Aparición de la Virgen cimentó la obra que,
por designio divino, habían comenzado los Conquistadores y Evangelizadores
españoles, esto es, el inicio, por la conversión de los habitantes de América,
a la Religión Católica Apostólica Romana, constituyendo esta religión el alma
de la América Hispanoamericana, siendo esto posible gracias a la intervención
de la Virgen de Guadalupe. Los criollos –en Argentina, los gauchos-, los
indígenas y las castas españolas se unieron en la veneración de la Guadalupana,
que representaba a la Patria criolla. Esta veneración se convirtió en factor de
unidad nacional para México, pero también para toda Hispanoamérica. La imagen
sería invocada y expuesta como un remedio contra las sequías, las inundaciones,
las epidemias y contra toda clase de males. Siendo el alma de la Nación
Mexicana, la Virgen de Guadalupe se convirtió en un símbolo nacional –así como
para los argentinos lo es la Virgen de Luján, anterior a la Nación Argentina,
Fundadora, Dueña y Patrona de Argentina-, reconocido por la inmensa mayoría de
habitantes de Nueva España, símbolo que unió aún más a los criollos con su
origen español, al tiempo que unió a las distintas razas de América bajo la
misma fe católica y el mismo idioma español.
Las
estrellas del manto: En el manto de la Virgen de
Guadalupe se encuentra representado con mucha fidelidad, el cielo del solsticio
de invierno de 1531 que tuvo lugar a las 10:40 del martes 12 de diciembre, hora
de la ciudad de México. Están representadas todas las constelaciones, que se
extienden en el cielo visible a la hora de la salida del sol, y en el momento
en que Juan Diego enseña su tilma (capa azteca) al obispo Zumárraga. En la
parte derecha del manto se encuentran las principales constelaciones del cielo
del Norte.
En
el lado izquierdo las del Sur, visibles en la madrugada del invierno desde el
Tepeyac. El Este se ubica arriba y el Oeste en la porción inferior. Como el
manto está abierto, hay otros agrupamientos estelares que no están señalados en
la imagen, pero se encuentran presentes en el cielo. Así la Corona Boreal, se
ubica en la cabeza de la Virgen, Virgo en su pecho, a la altura de las manos,
Leo en su vientre, justo sobre el signo del Nahui Ollin, con su principal astro
denominado Régulo, el pequeño rey. Gemini, los gemelos, se encuentran a la
altura de las rodillas, y Orión, donde está el Ángel. En resumen, en el manto
de la Guadalupana se pueden identificar las principales estrellas de las
constelaciones de invierno. Todas ellas en su lugar, con muy pequeñas
modificaciones.
La
imagen desde un punto de vista estético: Con respecto a
un análisis de la pintura de la Virgen de Guadalupe, puede decirse que se trata
de un cuadro de belleza extraordinaria. De acuerdo con Alberti, en una pintura
debe observarse en términos generales el color, la línea y la composición. Con
respecto a esta última, se define como la unión armónica de las partes para
formar un todo, constituyendo unidad en la diversidad de los objetos. Una de
las formas más bellas de lograrla, es por medio de la llamada proporción
dorada, áurea o divina. Está formada por un cuadrado al que se le agrega un
rectángulo, para formar un espacio donde el lado menor corresponde al mayor en
una relación de 1 a 1.6181... denominada “número áureo”.
Partiendo
de la costura central de la Tilma de Juan Diego, la proporción dorada se
identifica con evidente claridad en la imagen de la Virgen de Guadalupe. Ella
le confiere una especial belleza y además, al coincidir en su desarrollo, con
prácticamente todos los elementos de la figura, refuerza su integridad y refuta
de manera contundente, la extraña idea de que se le han hecho añadidos. Es
también un importante argumento, para demostrar el gran valor estético de la
imagen, a la que no se le puede añadir ni quitar de su lugar ningún elemento,
sin deteriorar su belleza. Hace también improbable, desde el punto de vista
estadístico, que se encuentren en la pintura tantas señales de diferentes
disciplinas, y que hayan sido fruto de la casualidad.
Teología
del Acontecimiento Guadalupano: El Acontecimiento Guadalupano es una compleja y
rica irrupción de Dios en nuestro mundo. María de Guadalupe se presenta como la
Madre de Dios, con los nombres con que es conocido por los mexicas, aztecas
habitantes del Valle de México. Se da a conocer como Madre de “In huel nelli
Teotl” -Verdadero Dios que es Raíz de Todo-, de “Ipalnemohuani” -Aquel por
Quien Vivimos y Todo se Mueve-, de “Teyocoyani” -Creador de las Personas-, de “Tloque
Nahuaque” -Creador del Cerca y del Junto-, de “Ilhuicahua in tlacticpaque”
-Señor del Cielo y de la Tierra. Es importantísimo descubrir la manifestación
de Dios a través de todo el Evento Guadalupano. Los colores, los números, los
nombres, los símbolos, los procedimientos, los resultados... Es decir, a la luz
de la cultura y religión mexica.
El
Evento Guadalupano es un verdadero Evangelio: la Virgen de Guadalupe -Tlecuauhtlapcopeuh-
es “La que Procede de la Región de la Luz como Águila de Fuego”. Y el Fuego que
la transforma en Sol es el Niño-Sol que lleva en su seno, por eso la Virgen es
la “Mujer revestida de sol” de la que habla el Apocalipsis. Es la Noticia
portadora de Alegría. Es Buena Noticia porque Nuestra Señora de Guadalupe cumple
la Palabra de Dios revelada en el Magnificat: “Eleva a los humildes y derriba a
los soberbios”, ya que elige a Juan Diego por su humildad, piedad y amor a
Jesús Sacramentado (se le aparece cuando Juan Diego acude a la Santa Misa).
Cura al tío Bernardino que ya agoniza a causa de una enfermedad mortal, como
símbolo y anticipo de la curación de la enfermedad mortal del alma, el pecado,
por medio de la gracia santificante de Jesucristo y el don de la salud, es
símbolo y anticipo del don de la vida eterna en los cielos. Nuestra Señora de
Guadalupe transforma también el corazón de quien se ubicaba en el Centro
Religioso, Fray Juan de Zumárraga, para que pueda aceptar a quien está alejado
de los centros de poder –el pueblo fiel, que cree en la verdadera FE católica
en Jesucristo-, pero que sin embargo, es depositario de dones, gracias y
revelaciones divinas, a pesar de su –humanamente hablando- insignificancia –Juan
Diego no tiene estudios teológicos ni títulos humanos, pero sí una FE cierta y
verdadera-.
Nosotros no tenemos una tilma, como Juan Diego, pero sí tenemos un corazón, y ese pobre corazón, contrito y humillado, se lo ofrecemos a Nuestra Señora de Guadalupe, para que imprima en él su amorosísima imagen.
La copia más
antigua se halla en la Biblioteca Pública de Nueva York Rare Books and
Manuscripts Department. The New York Public Library, Astor, Lenox and Tilden
Foundation.