La Fiesta de la Presentación del Señor, llamada
anteriormente “Nuestra Señora de la Candelaria”, al mismo tiempo que cierra las
solemnidades de la Encarnación, conmemora la Presentación del Señor en el
Templo, el encuentro con los piadosos ancianos Simeón y Ana, (encuentro del Señor con su pueblo) y la
purificación ritual de la Virgen María[1].
Se le llamaba “Nuestra Señora de la Candelaria” porque se
tomaba el momento en el que la Virgen ingresa al Templo portando en sus brazos
a su Hijo recién nacido, momento en el que Simeón, tomándolo a su vez entre sus brazos,
iluminado por el Espíritu Santo, afirma que ese Niño es “luz para iluminar a
los gentiles y gloria de tu pueblo Israel” (Lc
2, 32). Es decir, cualquiera que viera la imagen de la Presentación del Señor,
vería a una joven madre, acompañada por su esposo, que lleva en sus brazos a su
niño recién nacido para presentarlo al Señor, como prescribía la Ley para con
los primogénitos; vería además, cómo un anciano piadoso, Simeón, lo toma en
brazos, mientras es contemplado por Ana. Parece una escena común, y sin
embargo, no lo es: la Virgen es Aquella que da a luz a Jesucristo, “Luz del
mundo”, el cual se manifiesta al mundo –que vive “en tinieblas y en sombras de
muerte”- por medio de Simeón y Ana, la profetisa. Para entender el misterio de Nuestra Señora
de la Candelaria, podemos comparar a la Virgen con un diamante: el diamante es
una roca cristalina que, a diferencia de las rocas o piedras opacas que
refractan la luz, el diamante la atrapa en su interior, y luego la esparce al
exterior: de la misma manera la Virgen, Diamante celestial, recibe en su seno
virginal a la Luz Eterna, Jesucristo, la retiene en su interior por nueve
meses, y luego la derrama sobre el mundo. Ésta es la razón por la cual se llama
a la Virgen “Nuestra Señora de la Candelaria”, porque lleva consigo a Aquel que
es la Luz del mundo, Jesucristo, y la procesión y bendición de las candelas
tiene el propósito de recordarnos este misterio pero, también, de hacernos
tomar conciencia de que participamos del mismo, lo cual quiere decir que, si no
estamos en gracia, es decir, si no estamos iluminados por Cristo, Luz del mundo”,
vivimos en las más profundas tinieblas de muerte, aun cuando estemos alumbrados
por la luz eléctrica y la luz del sol. La que lleva la Luz es la Virgen, y los
que reciben esta Luz y dejan de vivir en tinieblas, son los hombres,
representados en los piadosos ancianos Simeón y Ana. Estas candelas se suelen
llevar luego a los hogares, para ser encendidas en caso de presentarse alguna necesidad
de oración especial.
A
esta ceremonia litúrgica se le llama también “Fiesta Presentación del Señor”,
porque según la ley de Moisés (cfr. Éx
13, 11-13), se debía presentar al primogénito en el Templo para consagrarlo al
Señor. Por último, la Fiesta también conmemora la Purificación de María, pues
toda madre debía también cumplir con el rito de la purificación (cfr. Lev 12, 6-8), aunque, en el caso de
María, la purificación era meramente ritual, pues Ella no tenía necesidad de
ninguna purificación, por ser Ella la Purísima y por cuanto la concepción del
Niño había sido virginal y milagrosa, por obra del Espíritu Santo y sin
intervención de varón alguno, y por cuanto también su Nacimiento fue milagroso,
preservando su virginidad, permaneciendo la Madre de Dios Virgen antes, durante
y después del parto.
Al
recordar la Presentación del Señor, recordemos también que Aquella que porta la
Luz Eterna e Increada, Cristo Jesús, es la Madre de Dios, la Siempre Virgen
María, por lo que debemos pedirle a Ella que se digne derramar la Luz de sus
entrañas virginales, Cristo Jesús, sobre nuestras almas inmersas en la
oscuridad, en las “tinieblas y sombras de muerte” de un mundo sin Dios.
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