El Arcángel Gabriel, imponente, despliega sus majestuosas
alas ante la Virgen; sin embargo, él mismo se rinde ante la humildad de la
Madre de Dios y se arrodilla para darle el mensaje más asombroso que jamás
pueda ser concebido por mente angélica o humana: ¡Dios la ha elegido para
encarnarse en Ella! El Arcángel la contempla con respetuoso asombro, mientras
le transmite el divino mensaje; al mismo tiempo, señala con su dedo índice
hacia lo alto, indicando que el Verbo de Dios descenderá de los cielos,
mientras que con su mano izquierda sostiene un lirio, indicando la doble pureza
de la Encarnación: la del Ser trinitario divino y la de Ella, elegida
precisamente por ser un espejo Purísimo y Limpidísimo en el que el Verbo de
Dios puede encarnarse sin temor alguno, porque Ella no posee mancha alguna de
pecado original. La Madre de Dios, a su vez, se encuentra arrodillada, con sus
manos unidas y los ojos cerrados, en un reclinatorio, indicando que se
encuentra en estado de profunda oración y de unión mística con Dios Uno y
Trino; su hábito rojo simboliza el fuego del Espíritu Santo que la inhabita
desde su Inmaculada Concepción; su capa azul, simboliza su estado de Concepción
en Gracia Plena, necesaria para ser la Madre del Verbo de Dios. Completan la
escena los Querubines que, desde el cielo, entonan cánticos de alabanza al
Verbo de Dios y a su Madre.
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viernes, 17 de julio de 2015
miércoles, 15 de julio de 2015
Nuestra Señora del Carmen y el Escapulario
La Orden de los Carmelitas se estableció en el Monte Carmelo,
el monte en donde el profeta Elías tuvo la experiencia de Dios, quien no estaba
“ni en el viento huracanado, ni el terremoto, ni en el fuego, sino en la suave
brisa”, es decir, en el silencio (cfr. 1
Re 19, 12). Además, Elías defendió la pureza de la fe en un Dios Uno y
Verdadero, frente a la contaminación de los numerosos cultos idolátricos y
paganos de la Antigüedad. Basándose en el profeta, los carmelitas se establecieron
en este monte como eremitas, siendo desde el inicio grandes devotos de la
Virgen: en el siglo XIII, cinco siglos antes de que se proclamara el Dogma de
la Inmaculada Concepción, los carmelitas tenían una misa en honor a la
Inmaculada Concepción[1]. Lo
que caracterizó a la orden, desde un inicio, fueron entonces el amor a la
Virgen y la unión con Dios en el amor contemplativo. El amor carmelitano por la
Virgen no fue nunca, desde los inicios, una mera devoción sentimentalista, sino
que los Carmelitas vieron en la Virgen el modelo a seguir y el camino a
transitar, para unirse con Dios Hijo de un modo rápido y seguro, además de
tomar de la Virgen la matriz para la orden, en lo que se refiere a oración,
contemplación y consagración de la vida a Dios. Hablando del Carmelo, dice así
el Santo Padre Benedicto XVI: “El más célebre de los eremitas, de estos hombres
de Dios, fue el gran profeta Elías, quien en el siglo IX antes de Cristo
defendió valientemente de la contaminación de los cultos idolátricos la pureza
de la fe en el Dios único y verdadero. Inspirándose en la figura de Elías,
surgió al Orden contemplativa de los “Carmelitas”, familia religiosa que cuenta
entre sus miembros con grandes santos, como Teresa de Ávila, Juan de la Cruz,
Teresa del Niño Jesús y Teresa Benedicta de la Cruz (en el siglo, Edith Stein).
Los Carmelitas han difundido en el pueblo cristiano la devoción a la Santísima
Virgen del Monte Carmelo, señalándola como modelo de oración, de contemplación
y de dedicación a Dios. María, en efecto, antes y de modo insuperable, creyó y
experimentó que Jesús, Verbo encarnado, es el culmen, la cumbre del encuentro
del hombre con Dios. Acogiendo plenamente la Palabra, “llegó felizmente a la
santa montaña” (Oración de la colecta de la Memoria), y vive para siempre, en
alma y cuerpo, con el Señor”[2].
Sin
embargo, hubo un momento de grave crisis en la historia de la Orden –no sabemos
los particulares-, en los que hasta el mismo Superior General, San Simón Stock,
temió por el destino de la misma.
Fue
entonces que el cielo vino en ayuda de los Carmelitas: Nuestra Señora del
Carmen se apareció a San Simón Stock el 16 de julio de 1215 y le concedió el
santo escapulario, prometiendo que quien muriese con él puesto, no se
condenaría en el infierno: “Quien muera usando el escapulario no sufrirá el
fuego eterno”. También prometió la Virgen que al devoto del escapulario, si
estuviera en el Purgatorio, Ella lo iría a buscar, para llevarlo al cielo, al
sábado próximo de su muerte.
Ahora
bien, el Escapulario entregado por la Virgen es un sacramental, lo cual quiere
decir que su uso tiene ciertas exigencias, además de un profundo significado
espiritual y por lo tanto no puede ser usado de cualquier manera. Ante todo,
hay que saber que, como todo sacramental, el Escapulario de la Virgen del Carmen
es un objeto religioso aprobado por la Iglesia como un signo que nos ayuda a
vivir en el camino de la santidad y, al mismo tiempo, a aumentar y acrecentar,
cada vez más, la devoción y el amor a la Virgen. Esto se notará en la vida
espiritual, cuando el alma experimente un verdadero rechazo a todo pecado,
incluido el pecado venial, siendo un signo de crecimiento espiritual el
experimentar no solo un rechazo, sino el preferir la muerte terrena, antes que cometer
un pecado mortal o venial deliberado (es lo que pidió Santo Domingo Savio en su
Primera Comunión, y es lo que pedimos, aunque con otras palabras, en la fórmula
de la Penitencia sacramental: “Antes querría haber muerto que haberos ofendido”).
El objetivo de los sacramentales –y por lo tanto, del Escapulario del Carmen-
es el de mover nuestros corazones a renunciar a todo pecado, incluso al venial.
Otra
cosa a tener en cuenta es que el escapulario, al ser un sacramental, no nos
comunica gracias como hacen los sacramentos sino que nos disponen al amor a
Dios y a la verdadera contrición del pecado si los recibimos –y los usamos- con
devoción[3].
El
Escapulario del Carmen tiene tres significados: el amor maternal de
predilección por parte de María; que pertenecemos a María y que llevamos el
yugo de Cristo.
El
Escapulario significa que María, en cuanto Madre Nuestra, nos cubre con su
manto, literalmente, al modo como lo hace una madre con su niño recién nacido. Este
significado se ve mejor en los escapularios de tela, pero si son de metal, es
obvio que el significado es el mismo.
El
otro significado es que pertenecemos –literalmente- a María, con todo nuestro
ser, nuestra vida, nuestra existencia, nuestras posesiones, nuestros bienes
materiales y espirituales. Es el signo exterior –es un hábito simplificado, al
estilo del hábito de los carmelitas- de la consagración interior del alma a María:
llevar el hábito significa estar consagrados a la Virgen, y esto quiere decir
que le pertenecen a la Virgen nuestro acto de ser, nuestra alma con sus
potencias –inteligencia, memoria, voluntad-, con sus sentidos internos y
externos, y nuestro cuerpo. Llevar el hábito significa que estamos consagrados
a María, es decir, que todo nuestro ser ha sido depositado en el Inmaculado
Corazón de María, por lo que toda nuestra vida debe llevar el sello de María:
debemos mirar y amar el mundo y las creaturas, con los ojos y el Corazón de
María. El Papa Pío XII, en el año 1950, dijo así acerca del Escapulario: “Que
sea tu signo de consagración al Inmaculado Corazón de María, lo cual estamos
particularmente necesitando en estos tiempos tan peligrosos”.
El
último significado, es que llevamos sobre nosotros el suave yugo de Cristo: “Carguen
sobre ustedes mi yugo y aprendan de Mí, porque soy paciente y humilde de
corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana”
(Mt 11, 29-30). El escapulario
simboliza el yugo de Jesús, que es su cruz, y que Jesús nos invita a cargar,
todos los días, pero que María nos ayuda a llevar, también todos los días.