Cuando se evoca el nombre de una persona esto equivale, en
cierta medida, a evocar a la persona misma: por ejemplo, cuando un hijo, que se
encuentra lejos de su madre, en una tierra desconocida, la llama por su nombre,
porque extraña su amor y sus caricias maternales: el solo hecho de pronunciar
el nombre de su madre[1]
hace que, en cierta medida, esa madre se haga presente -al menos en el recuerdo,
aun cuando no esté presente en la realidad-. Esto sucede porque el nombre
del ser amado es guardado en el corazón con amor y es evocado también con amor
y por eso la presencia virtual, en el recuerdo, es una presencia, un memorial,
de amor: un hijo que recuerda a su madre, la recuerda con amor y el pronunciar
su nombre y evocar su recuerdo,
por medio del nombre, será también en el amor.
Así como ocurre entre los hijos de los hombres, así sucede también con los hijos de la
Virgen, pero de un modo mucho más real, porque
desde la cruz, Jesús nos dio a María por Madre, de modo que cuando pronunciamos
el Santísimo Nombre de María, sabemos que contamos con la segura, amorosa
y poderosa protección maternal de la Virgen, que se hace presente, de modo
misterioso e invisible, pero real y cierto, para estar junto a todo hijo que la
invoca en momentos de angustia y tribulación.
Esto
es así porque Dios ha dado a los cristianos el dulce nombre de María como un
tesoro para ser custodiado con amor en el corazón, y ha querido asociar al Nombre Santísimo de María
gracias no concedidas a ningún santo y a ningún ángel, entre las
cuales están las de ser Auxiliadora de los cristianos, Corredentora de los hombres
y Medianera de todos las gracias, lo que significa que si la Virgen es invocada por sus hijos que habitan
en este “valle de lágrimas”, la Madre de Dios no tarda en hacerse presente para auxiliar a sus
hijos que se encuentran en peligro.
Esto es lo que hace que para un cristiano, el Santísimo Nombre de María sea más dulce que la miel y sea además, después del Nombre Tres veces Santo de Dios, el nombre a custodiar con todo celo y amor, con toda honra, respeto y honor, en el corazón y que sea evocado, como el nombre de Dios, solo para ser amado, venerado, honrado y alabado. Todo esto sucede con el Nombre Santísimo de María, porque la Virgen no es un mortal común, sino un ser muy especial, a quien Dios Uno y Trino ha dotado de gracias y títulos tan especiales como innumerables y esas gracias y títulos están asociados a su Nombre, así como su Nombre está asociado a su persona.
Esto es lo que hace que para un cristiano, el Santísimo Nombre de María sea más dulce que la miel y sea además, después del Nombre Tres veces Santo de Dios, el nombre a custodiar con todo celo y amor, con toda honra, respeto y honor, en el corazón y que sea evocado, como el nombre de Dios, solo para ser amado, venerado, honrado y alabado. Todo esto sucede con el Nombre Santísimo de María, porque la Virgen no es un mortal común, sino un ser muy especial, a quien Dios Uno y Trino ha dotado de gracias y títulos tan especiales como innumerables y esas gracias y títulos están asociados a su Nombre, así como su Nombre está asociado a su persona.
Asociados
al Nombre Santísimo de María, se encuentran entonces numerosos títulos y junto
con ellos, se asocian gracias enormes, admirables y maravillosas; gracias que
se hacen presentes junto con la evocación del nombre y con la presencia de la
Virgen, de manera tal que, al nombrar a la Virgen, se hace presente la Virgen y
con Ella, los títulos y las gracias que la adornan.
¿Cuáles son esos títulos y las gracias que se asocian al Nombre Santísimo de María?
¿Cuáles son esos títulos y las gracias que se asocian al Nombre Santísimo de María?
Al
pronunciar el Nombre Santísimo de María, el que lo pronuncia, está diciendo también,
junto con el Nombre Santísimo de María, todos los títulos y las gracias que están
en este Nombre, que están contenidos a su vez en la persona Purísima de la Virgen: Madre
de la Divina Gracia; Madre de Dios; Madre del Amor Hermoso; Madre de la
Iglesia; Madre de todos los hombres; Madre de los hijos de Dios; Corredentora
de la humanidad; Mediadora de todas las gracias; La Mujer revestida de Sol; La
Llena de Gracia; La Madre Virgen; La Inmaculada Concepción; Madre de la
Iglesia, Sagrario Viviente; Tabernáculo del Altísimo; Custodia más preciosa que
el oro que alberga la Hostia Inmaculada, Cristo Jesús; Primer Sagrario del
Cuerpo, la Sangre, el Alma, la Divinidad y el Amor de Jesús, la Eucaristía; el
Diamante Celestial por donde pasa el Sol Eterno, Cristo Jesús; La Puerta de los
cielos, que da paso a la Luz Eterna encarnada, Jesucristo; el Portal de Belén
que engendra al Pan Vivo bajado del cielo; La Vencedora de la Serpiente
infernal; La Mujer que aplasta la cabeza de la Serpiente; La Mujer que vence al
Dragón rojo, y junto con estos, innumerables títulos más, unos más grandiosos
que otros, todos los cuales reflejan la plenitud de gracia de la Virgen y la inhabitación del Espíritu Santo desde el momento mismo de su Inmaculada Concepción.
Es
por este motivo que -dicen los santos- cuando se pronuncia el Nombre Santísimo de María, los
demonios huyen aterrorizados, y porque es un nombre que contiene en sí toda la
santidad de Dios, los ángeles caídos no lo pueden pronunciar, pero sí puede ser
pronunciado por el pecador, porque es la Puerta Abierta por donde se llega a la
Salvación Eterna, Jesucristo el Señor. Es decir, si por un lado el Nombre Santísimo de María es
terror para los demonios, por otro, es consuelo y esperanza cierta de eterna salvación
para el pecador.
Al invocar el dulce y Santísimo Nombre de María, en sus labios y en su Corazón, en todo momento, pero sobre todo en la hora de la muerte, el pecador sabe que cuenta con la segura y amorosa presencia de su Madre celestial, Abogada de los pobres, que intercederá ante el Rey de los cielos, Jesucristo, para que se apiade de su alma, y así el Justo Juez, Jesucristo, al ver que el pecador tiene por Abogada Defensora a su propia Madre, no tendrá más opción que dejarlo entrar en el Reino de los cielos.
Invocando el dulce y Santísimo Nombre de María, en su corazón y en su boca, el pecador espera confiado el día de su Juicio particular, sabiendo que su Madre le granjeará la entrada en el Reino de los cielos.
Al invocar el dulce y Santísimo Nombre de María, en sus labios y en su Corazón, en todo momento, pero sobre todo en la hora de la muerte, el pecador sabe que cuenta con la segura y amorosa presencia de su Madre celestial, Abogada de los pobres, que intercederá ante el Rey de los cielos, Jesucristo, para que se apiade de su alma, y así el Justo Juez, Jesucristo, al ver que el pecador tiene por Abogada Defensora a su propia Madre, no tendrá más opción que dejarlo entrar en el Reino de los cielos.
Invocando el dulce y Santísimo Nombre de María, en su corazón y en su boca, el pecador espera confiado el día de su Juicio particular, sabiendo que su Madre le granjeará la entrada en el Reino de los cielos.