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jueves, 11 de septiembre de 2014

El Santísimo Nombre de María


         Cuando se evoca el nombre de una persona esto equivale, en cierta medida, a evocar a la persona misma: por ejemplo, cuando un hijo, que se encuentra lejos de su madre, en una tierra desconocida, la llama por su nombre, porque extraña su amor y sus caricias maternales: el solo hecho de pronunciar el nombre de su madre[1] hace que, en cierta medida, esa madre se haga presente -al menos en el recuerdo, aun cuando no esté presente en la realidad-. Esto sucede porque el nombre del ser amado es guardado en el corazón con amor y es evocado también con amor y por eso la presencia virtual, en el recuerdo, es una presencia, un memorial, de amor: un hijo que recuerda a su madre, la recuerda con amor y el pronunciar su nombre y evocar su recuerdo, por medio del nombre, será también en el amor.
Así como ocurre entre los hijos de los hombres, así sucede también con los hijos de la Virgen, pero de un modo mucho más real, porque desde la cruz, Jesús nos dio a María por Madre, de modo que cuando pronunciamos el Santísimo Nombre de María, sabemos que contamos con la segura, amorosa y poderosa protección maternal de la Virgen, que se hace presente, de modo misterioso e invisible, pero real y cierto, para estar junto a todo hijo que la invoca en momentos de angustia y tribulación.
Esto es así porque Dios ha dado a los cristianos el dulce nombre de María como un tesoro para ser custodiado con amor en el corazón, y ha querido asociar al Nombre Santísimo de María gracias no concedidas a ningún santo y a ningún ángel, entre las cuales están las de ser Auxiliadora de los cristianos, Corredentora de los hombres y Medianera de todos las gracias, lo que significa que si la Virgen es invocada por sus hijos que habitan en este “valle de lágrimas”, la Madre de Dios no tarda en hacerse presente para auxiliar a sus hijos que se encuentran en peligro. 
Esto es lo que hace que para un cristiano, el Santísimo Nombre de María sea más dulce que la miel y sea además, después del Nombre Tres veces Santo de Dios, el nombre a custodiar con todo celo y amor, con toda honra, respeto y honor, en el corazón y que sea evocado, como el nombre de Dios, solo para ser amado, venerado, honrado y alabado. Todo esto sucede con el Nombre Santísimo de María, porque la Virgen no es un mortal común, sino un ser muy especial, a quien Dios Uno y Trino ha dotado de gracias y títulos tan especiales como innumerables y esas gracias y títulos están asociados a su Nombre, así como su Nombre está asociado a su persona.
Asociados al Nombre Santísimo de María, se encuentran entonces numerosos títulos y junto con ellos, se asocian gracias enormes, admirables y maravillosas; gracias que se hacen presentes junto con la evocación del nombre y con la presencia de la Virgen, de manera tal que, al nombrar a la Virgen, se hace presente la Virgen y con Ella, los títulos y las gracias que la adornan. 
¿Cuáles son esos títulos y las gracias que se asocian al Nombre Santísimo de María?
Al pronunciar el Nombre Santísimo de María, el que lo pronuncia, está diciendo también, junto con el Nombre Santísimo de María, todos los títulos y las gracias que están en este Nombre, que están contenidos a su vez en la persona Purísima de la Virgen: Madre de la Divina Gracia; Madre de Dios; Madre del Amor Hermoso; Madre de la Iglesia; Madre de todos los hombres; Madre de los hijos de Dios; Corredentora de la humanidad; Mediadora de todas las gracias; La Mujer revestida de Sol; La Llena de Gracia; La Madre Virgen; La Inmaculada Concepción; Madre de la Iglesia, Sagrario Viviente; Tabernáculo del Altísimo; Custodia más preciosa que el oro que alberga la Hostia Inmaculada, Cristo Jesús; Primer Sagrario del Cuerpo, la Sangre, el Alma, la Divinidad y el Amor de Jesús, la Eucaristía; el Diamante Celestial por donde pasa el Sol Eterno, Cristo Jesús; La Puerta de los cielos, que da paso a la Luz Eterna encarnada, Jesucristo; el Portal de Belén que engendra al Pan Vivo bajado del cielo; La Vencedora de la Serpiente infernal; La Mujer que aplasta la cabeza de la Serpiente; La Mujer que vence al Dragón rojo, y junto con estos, innumerables títulos más, unos más grandiosos que otros, todos los cuales reflejan la plenitud de gracia de la Virgen y la inhabitación del Espíritu Santo desde el momento mismo de su Inmaculada Concepción.
Es por este motivo que -dicen los santos- cuando se pronuncia el Nombre Santísimo de María, los demonios huyen aterrorizados, y porque es un nombre que contiene en sí toda la santidad de Dios, los ángeles caídos no lo pueden pronunciar, pero sí puede ser pronunciado por el pecador, porque es la Puerta Abierta por donde se llega a la Salvación Eterna, Jesucristo el Señor. Es decir, si por un lado el Nombre Santísimo de María es terror para los demonios, por otro, es consuelo y esperanza cierta de eterna salvación para el pecador. 
Al invocar el dulce y Santísimo Nombre de María, en sus labios y en su Corazón, en todo momento, pero sobre todo en la hora de la muerte, el pecador sabe que cuenta con la segura y amorosa presencia de su Madre celestial, Abogada de los pobres, que intercederá ante el Rey de los cielos, Jesucristo, para que se apiade de su alma, y así el Justo Juez, Jesucristo, al ver que el pecador tiene por Abogada Defensora a su propia Madre, no tendrá más opción que dejarlo entrar en el Reino de los cielos. 
Invocando el dulce y Santísimo Nombre de María, en su corazón y en su boca, el pecador espera confiado el día de su Juicio particular, sabiendo que su Madre le granjeará la entrada en el Reino de los cielos.




[1] Supongamos que el nombre de esa madre amorosa fuera “Daisy”.

viernes, 5 de septiembre de 2014

La Virgen María, Maestra de Adoradores Eucarísticos


         En su Encíclica Ecclesia de Eucharistia, dice el Santo Padre Juan Pablo II que la Virgen puede conducirnos hacia Jesús Eucaristía, debido a la “estrecha relación” que Ella tiene con Jesús: “María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él: María es mujer ‘eucarística’ con toda su vida”[1]. Y no puede ser de otra manera, porque la Virgen no solo fue concebida sin mancha, es decir, Pura e Inmaculada, sin pecado original, sino también Llena de gracia, inhabitada por el Espíritu Santo, porque debía ser la Madre de Dios, esto es, debía alojar en su seno purísimo y virginal, cual Tabernáculo Viviente, cual Sagrario más precioso que el oro, a la Eucaristía, a la Palabra de Dios encarnada, a la Hostia Inmaculada, Pura y Santa, al Verbo de Dios hecho Carne, al Amor Divino humanado, materializado en una naturaleza humana, Jesús de Nazareth. Para alojar al Verbo Purísimo e Inmaculado de Dios, al Verbo que es la Gracia Increada en sí misma y el Espirador del Amor Divino junto al Padre, la Virgen debía ser Purísima, Inmaculada, Llena de gracia e inhabitada por el Amor Divino desde su Concepción virginal; es decir, no podía, porque no lo admitía su altísimo destino, estar Ella contaminada por amores mundanos y profanos, ni en su cuerpo, ni en su alma, ni en su mente, ni en su corazón y debía, por el contrario, tender, con todas las fuerzas de su alma, de su mente y de su corazón, desde el primer instante de su Concepción Inmaculada, no solo con las fuerzas de su naturaleza humana sin mácula, sino toda la fuerza del Amor de Dios que la inhabitaba desde su Concepción, a amar a Dios Uno y Trino sin reservas, con la donación total de sí misma, y por este motivo es que María es “mujer eucarística” –en la expresión de Juan Pablo II-, porque está preparada, desde su Concepción Inmaculada, para ser sagrario y tabernáculo viviente de la Eucaristía, es decir, para recibir, en su seno virginal, al Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo, Dios Hijo, que al encarnarse en el seno virgen de la Madre, por obra del Amor de Dios, el Espíritu Santo, se convertirá en la Eucaristía. Por este motivo, la vida y la existencia misma de la Virgen María, no se explican, sino es en relación a la Eucaristía, por eso uno de los nombres primeros y más propios de la Virgen es el de “Nuestra Señora de la Eucaristía” o “Virgen de la Eucaristía”, porque toda Ella está pensada, desde la eternidad, por Dios Uno y Trino, para alojar, nutrir, custodiar y dar a luz al Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, la Eucaristía.
         Luego dice el Santo Padre Juan Pablo II que “la Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio”[2]. Y la Iglesia así lo hace, porque toma a la Virgen como modelo, imitándola y prolongando, por el misterio de la liturgia, y por obra del Espíritu Santo, lo que sucede en la Virgen, en el momento de la Encarnación y el Nacimiento, el altar eucarístico: así como en la Encarnación, el Espíritu Santo lleva al Hijo del Eterno Padre, el Verbo de Dios, desde el seno del Padre, al seno virgen de la Madre, para que éste se revista de la naturaleza humana, y así recibiendo de la Virgen Madre el revestimiento corpóreo -su cuerpo y su sangre-, sea dado a luz milagrosamente, también por obra del Espíritu Santo, como Pan de Vida eterna, en el Nacimiento, en Belén, Casa de Pan, del mismo modo, en el altar eucarístico, por obra del Espíritu Santo, el Verbo de Dios, procediendo del seno del Padre eterno, por obra del Espíritu Santo, el Amor de Dios, prolonga su Encarnación en el seno virgen de la Madre Iglesia, el altar eucarístico, convirtiendo el pan y el vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad -es decir, la Eucaristía-, para donarse como Pan de Vida eterna, haciendo del altar eucarístico un Nuevo Belén, una Nueva Casa de Pan, adonde acuden a alimentarse los hijos de Dios en su peregrinar hacia la Casa del Padre. Esta es la razón por la cual el Santo Padre Juan Pablo II dice que la Iglesia “imita a la Virgen en su relación con este Santísimo misterio”.
         Pero hay otra forma también en que la Iglesia -los hijos de la Iglesia- puede imitar a la Virgen en su relación con este “Santísimo misterio”, que es la Eucaristía, y es precisamente en la condición de la Virgen, de ser Ella Inmaculada Concepción y Llena de gracia. ¿En qué sentido? Veamos.
         Hemos dicho que la Virgen fue concebida sin mancha de pecado original, porque tanto en su cuerpo como en su alma, debía recibir al Verbo de Dios, que debía encarnarse en Ella, para cumplir el plan de redención trazado por Dios Padre desde la eternidad. Su cuerpo debía ser inmaculado, y por eso la Madre de Dios debía ser Virgen, sin mancilla, no contaminada con amores profanos, porque en su seno virginal debía alojarse el Cuerpo y la Sangre y el Alma, es decir, la Humanidad Santísima del Verbo de Dios, quien sería traído por el Espíritu Santo, el Amor Divino. Debido a que el cuerpo de la Virgen debía alojar, en su seno materno, al Cuerpo Inmaculado del Cordero de Dios, no podía este cuerpo de la Virgen estar manchado con ninguna clase de mancha ni imperfección, como sucede con los hijos de Adán, y por eso fue concebida sin mancha de pecado original, y así su cuerpo fue inmaculado, igual que su alma y su corazón. Esto quiere decir que, además de recibir al Verbo en su útero -es decir, en su cuerpo material, es decir, además de recibirlo como madre-, al implantarse la célula embrionaria de Jesús de Nazareth creada en el momento de la Encarnación por Dios Uno y Trino, puesto que no hubo concurso alguno de varón -jamás hubo relación de tipo esponsal con San José, esposo casto y meramente legal de María Virgen-, la Virgen comenzó, desde ese momento, a revestir a su Hijo, que era Dios invisible, que se había encarnado en Ella, con su misma carne y sangre, es decir, con los nutrientes maternos, y así, gracias a Ella, el Verbo, que era invisible, se tornó visible, y tomó carne y sangre de la Virgen. Por eso la Virgen era pura de cuerpo, porque tenía que recibir corporalmente al Cuerpo Santísimo del Verbo de Dios que se había encarnado, que había tomado carne y sangre de la carne y de la sangre de Ella, de la Virgen, como hace todo hijo con su madre, en el seno materno.
         Pero la Virgen también tenía que recibir al Verbo en su mente -cuando el Ángel le anuncia la Encarnación- y en su Corazón -tenía que amar la Voluntad de Dios y aceptarla libremente, porque también la podría haber rechazado-, y para eso debía estar libre de la malicia del pecado, que hace amar lo malo y detestar lo bueno, y la Virgen estuvo libre del pecado original, pero además, su mente y su Corazón estaban llenos del Espíritu Santo, por lo que su mente estaba iluminada por la Sabiduría Divina y su Corazón ardía en el Amor Divino, y así, al anuncio del Ángel, no dudó ni un instante en dar el “Fiat” al querer del Padre.
         Aquí vemos entonces cómo puede -y debe- el cristiano imitar a la  Virgen en su relación con la Eucaristía, tal como lo pide San Juan Pablo II: el cristiano puede y debe imitar a la Virgen con la pureza de cuerpo -virginidad, castidad- y alma -vivir en estado de gracia-, en todo momento, pero sobre todo, en el momento de la comunión eucarística: así, recibirá la Eucaristía con un cuerpo puro -virginidad, castidad- y con la mente y el corazón en gracia, y de ese modo será, en todo momento, pero sobre todo en el  momento de recibir la Sagrada Comunión, un  digno hijo de la Madre de Dios.




[1] Cfr. Ecclesia de Eucharistia, Cap. 6, En la escuela de María, Mujer 'eucarística'.
[2] Cfr. ibidem.