La Virgen María, estando Ella misma encinta por obra del
Espíritu Santo, visita a Santa Isabel, prima suya, encinta ya varios meses (cfr. Lc 1, 39-56). La suya
no es una visita de cortesía, sino un acudir en auxilio de alguien que necesita
ayuda, puesto que Santa Isabel es ya una mujer de avanzada edad y al mismo
tiempo, es primeriza, y la Virgen la visita para asistirla en los labores de
parto.
Con su Visitación, la Virgen nos enseña por lo tanto a obrar
la misericordia para con nuestro prójimo y nos enseña a hacerlo no de cualquier
manera, sino con sacrificio, porque en esos tiempos no existían ni los medios
de transporte ni las vías de comunicación que existen hoy, por lo que viajar,
aun distancias relativamente cortas, suponía un gran esfuerzo y sacrificio por
parte de quien viajaba. En el caso de María, ese esfuerzo y sacrificio son
notablemente mayores que los habituales, porque se trataba de una mujer y
además porque Ella misma estaba, como dijimos, encinta por obra del Espíritu
Santo. Por estas condiciones añadidas, el sacrificio de la Virgen por acudir en
auxilio de su prima Santa Isabel es por lo tanto mucho más valioso que
cualquier otro en similares circunstancias, y es en la Virgen y en la
Visitación en quien debemos fijarnos cuando deseemos saber de qué manera
debemos obrar la misericordia para quien lo necesite. De esta manera, la Virgen
en la Visitación es ejemplo y modelo admirable e insuperable de amor fraterno,
de caridad cristiana y de misericordia hacia el más desprotegido. Sin embargo,
lo más grandioso en el misterio de la Visitación no radica en este grandioso
ejemplo de misericordia brindado por María Santísima. Para saber en qué
consiste lo más grandioso de la Visitación, es necesario detenerse en otros
aspectos de este episodio de la vida de Jesús y de María.
Cuando la Virgen Visita a Santa Isabel, lo hace estando
encinta por obra del Espíritu Santo, es decir, con Jesús embrión en su seno
virginal. A su llegada, tanto Santa Isabel como Juan el Bautista –que está a su
vez en el seno de Santa Isabel- experimentan mociones del Espíritu Santo: Santa
Isabel no saluda a la Virgen ni por su nombre –María- ni por su parentesco –prima-,
sino que la saluda con un título que es escucha por primera vez: “Madre de mi
Señor”. ¿Cómo podía saber Santa Isabel, sino es por iluminación del Espíritu
Santo, que el Niño que su prima lleva en su vientre no es simplemente su
sobrino, sino su “Señor”, es decir, su Dios? Además, Santa Isabel percibe el
estado espiritual y anímico de su hijo Juan el Bautista, que “salta de alegría”
en su seno: “Apenas oí tu voz, el niño saltó de alegría en mi seno”. El “salto”
de Juan el Bautista no es un simple movimiento en el seno materno de un niño no
nacido: es una verdadera conmoción espiritual gozosa, un estremecimiento de
alegría del niño Bautista ante la Presencia de su Redentor que viene siendo portado
en el seno virgen de María. Tanto la iluminación de Santa Isabel, que le
permite reconocer en María a la Madre de Dios y no a su prima, como la alegría
experimentada por Juan el Bautista ante la llegada de Jesús, son provocadas por
el Espíritu Santo, que es quien proporciona conocimientos sobrenaturales del
misterio de Jesús que son inalcanzables por la menta humana. Luego también la
Virgen, y con más razón Ella, pues está inhabitada por el Espíritu Santo,
entona el Magnificat, en el cual canta, en el Espíritu, las grandezas
insondables del Amor divino, que ha hecho “maravillas” en Ella, al elegirla
como Madre de Dios.
La contemplación de la escena de la Visitación nos muestra
entonces que la presencia de la Virgen es precedida y acompañada por el
Espíritu Santo; la Visitación de la Virgen a un alma no la deja nunca
indiferente, porque es causa de iluminación sobrenatural interior, de gozo espiritual
y de alegría en el Espíritu Santo, tal como les ocurrió a Santa Isabel y a Juan
el Bautista. El motivo es que junto con María, viene siempre su Hijo Jesús y
con Jesús, el Amor de Dios, el Espíritu Santo, que disipa las tinieblas de la
mente, permitiendo reconocer a María como la Madre de Dios, al tiempo que enciende los
corazones en el Amor divino, Amor mediante el cual el alma ama con amor
sobrenatural al Hijo de María Virgen, Jesús de Nazareth, todo lo cual es causa
de gozo y alegría sobrenaturales. Nada más hermoso hay en el mundo que recibir
la Visitación de la Virgen María, Madre de nuestro Señor, porque con Ella viene
su Hijo Jesús y con Jesús, el Amor de Dios, el Espíritu Santo, que hace “saltar
de gozo y de alegría” al alma a quien Jesús y María visitan.
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