María es un modelo insuperable de maternidad, porque cuida con
inigualable amor de madre a su Hijo Jesús, que es Hijo suyo, pero que a la vez
es su Dios, porque el Hijo de María es Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios.
Es un misterio imposible de comprender, que este Niño sea su Dios y Creador, y
a la vez sea su propio Hijo.
María cuida a este Niño, que es su Dios, como toda
madre cuida a su hijo primogénito: alimentándolo, cambiándolo, protegiéndolo,
mimándolo.
A medida que crece, lo acompaña en sus primeros pasos,
en sus primeras palabras.
María se desempeña con amor de Madre cuidando a su
Hijo Jesús, como si fuera un niño más entre otros, pero la particularidad es
que no se trata de un niño más: es Dios hecho niño, sin dejar de ser Dios. Por
haber asumido una naturaleza humana, por haberse encarnado en un cuerpo y en un
alma humanas, este niño necesita todo lo que necesita cualquier niño humano
pero, a la vez, es Dios Hijo en Persona, Dueño y Creador de todo el universo
visible e invisible. María, que cuida de su niño, sabe de este misterio del
cual Ella es protagonista, y contempla, con amor de madre y con asombro, el
misterio que tiene delante suyo, el misterio del Niño-Dios, de Dios, que es su
Hijo, pero que a la vez es el Hijo eterno del Padre.
María cuida con amor de Madre a su Hijo que es a la
vez su Dios, y por esto es modelo insuperable de maternidad, pero lo es también
porque cuida a sus hijos adoptivos, adoptados al pie de la cruz, todos los
hombres de todos los tiempos, incluidos nosotros. Es lo que le dice al indio
San Juan Diego -cuando se aparece como la Virgen de Guadalupe- y, por medio de él, nos lo dice a todos nosotros: “Juan Diego, mi
hijo más pequeño, no te altere ningún acontecimiento penoso; ¿no estoy Yo aquí
que soy tu Madre? ¿No estás acaso entre mis brazos? ¿Tienes necesidad de algo
más?”
María es Madre de Dios Hijo, y es Madre nuestra, porque
somos sus hijos adoptivos. Así como cuidó a su Hijo Jesús desde que nació y así
como lo acompañó hasta la cruz, y así como lo adora ahora en el cielo por la
eternidad, es decir, así como estuvo acompañando a su Hijo Jesús a lo largo de
su vida terrena, así nos acompaña, aunque no la veamos ni la sintamos, como
Madre llena de amor y de ternura, a lo largo de nuestra vida terrena,
llevándonos entre sus brazos, hasta el momento de ser presentados ante Dios
Padre.
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