Jesús acaba de morir. Luego de tres horas de penosa agonía y
de sufrir dolores atroces, Jesús da un fuerte grito y expira.
Al pie de la Cruz, la Virgen, con su rostro lívido y surcado
de lágrimas, y con su Inmaculado Corazón triturado por el dolor, con la
amargura que atenaza su garganta, permanece al lado de su Hijo, que acaba de
morir.
La Virgen ha quedado sola con su Hijo muerto. Su hijo
adoptivo Juan, Nicodemo, las santas mujeres, y el resto de los discípulos
fieles se han retirado; han ido a preparar los elementos necesarios para bajar
el Cuerpo de Jesús de la Cruz -para lo cual necesitan sogas y una escalera-, y
también el sudario que servirá de mortaja, y los aceites perfumados con los que
las santas mujeres ungirán el Cuerpo de Jesús; Nicodemo, a su vez, ha ido a acondicionar
el sepulcro nuevo, de su propiedad, en donde será sepultado Jesús.
La Virgen ha quedado sola, al pie de la Cruz.
En su soledad, la Virgen, anegada en un océano de dolor, no
piensa en otra que en los dolores que ha sufrido desde la infancia de Jesús.
La Virgen recuerda el dolor profetizado por el anciano
Simeón: “Una espada de dolor te atravesará el corazón” (Lc 2, 35), pero ahora parece como si esas palabras se hubieran
materializada no en una, ni en siete, sino en mil espadas de dolor: ¡Jesús ha
muerto en la Cruz!
Ya Jesús había dicho que era del “corazón del hombre de
donde salían toda clase de cosas malas”, y ahora todas esas cosas malas –hipocresías,
mentiras, violencias, robos, traiciones, homicidios, adulterios, perversidades
de todo tipo-, todos esos pecados de los hombres, habían logrado dar muerte a
su Hijo, al tiempo que se volvían sobre Ella provocándole un mar de amargura y
dolor.
La Virgen recuerda la tribulación y el dolor padecido en la
Huida a Egipto, cuando Ella, llevando al Niño en brazos, y José, tuvieron que
huir a causa de la persecución de Herodes (cfr. Mt 2, 13); ahora ese dolor regresa, multiplicado por millones de
veces, uno por cada niño abortado, convertido en una marea negra y espesa que
le sofoca el Corazón y amenaza con privarla de la vida.
La Virgen recuerda el dolor y la amargura sufridos en los
tres días en que Jesús estuvo perdido en el templo (cfr. Lc 2, 41-51), y ese dolor se aumenta ahora al infinito, al
contemplar la Virgen la inmensa multitud de almas que a lo largo de la historia
humana se habrían de perder, extraviándose por las oscuras sendas del gnosticismo,
del paganismo, del materialismo, del ateísmo, perdiendo de vista a Jesús, que
está en la Eucaristía, en la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana.
La Virgen recuerda su encuentro con Jesús en el Via Crucis, el Camino Real de la Cruz (Via Crucis, 4ª Estación), y esto la
conforta entre tantos dolores, al recordar cómo Jesús se alegró por este
encuentro y cómo se vio fortalecido con su mirada maternal, mirada que le
concedió la fuerza sobrenatural de su amor maternal, y así animado con esta
fuerza, continuó su camino hasta la cima del Monte Calvario.
Pero inmediatamente la invade una oleada de dolor
indescriptible, al contemplar la Virgen la multitud de sus hijos, nacidos al
pie de la Cruz, que caen aplastados por el peso del pecado y que no acuden a
Ella ni a su Hijo para pedir auxilio, haciendo vano el sacrificio de Jesús, y
con gemidos y lágrimas ruega por ellos, para que al menos le dediquen una
mirada, un suspiro, y así pueda Ella socorrerlos con la fuerza de su maternal
amor.
La Virgen recuerda la crucifixión y muerte de su Hijo (Jn 19, 17-30), que acaba de suceder, y
su Corazón se anega en desconocidos abismos y profundidades de dolores
inenarrables, al revivir la inmensidad de los sufrimientos de su Hijo,
imposibles de describir, porque Jesús sufrió la muerte de todos y cada uno de
los hombres, y también todas sus penas y todos sus dolores, para así salvarlos.
Pero inmediatamente, a estos dolores ya de por sí inabarcables, se le suman
nuevos dolores, cada vez más y más intensos, al contemplar la Virgen con
tristeza cómo muchísimos de aquellos por quienes murió Jesús, hacen vano su
sacrificio, renegando de su Hijo, encaminándose decididamente por los caminos
de la perdición, y la Virgen, así agobiada por el dolor, no hace otra cosa que
ofrecerlos todos al Padre, para lograr que sus enceguecidos hijos alcancen la
gracia de la perfecta contrición y la conversión del corazón.
Mientras la Virgen María, ensimismada y anegada en su dolor
co-rredentor, medita estas cosas en su Inmaculado Corazón, los discípulos
descienden el Cuerpo de Jesús y lo depositan en los amorosos brazos de María,
que a este gesto ve redoblado, multiplicado, centuplicado, el dolor inagotable
que la embargaba. Ante la vista de su Hijo muerto, no puede la Virgen contener
sus lágrimas, y son tantas y fluyen con tanta abundancia de sus dulces ojos, que
al caer de su rostro sobre el rostro lívido y frío de Jesús, le sirven de
cristalina y límpida agua, que limpia la tierra, el barro, la sangre coagulada
que cubría las hermosas facciones del Hombre-Dios, y hasta suavizan la contracción
de los músculos de la cara, contraídos por la intensidad de los dolores
sufridos en la Cruz. Pero a estos dolores, de por sí ya insoportables, se le
suman nuevos dolores, en oleadas interminables, al contemplar la Virgen la
multitud de hijos suyos, muertos a la vida de la gracia por el pecado mortal, y
le pide al Padre que acepte la muerte de su Hijo y los dolores de su Inmaculado
Corazón, para vuelvan cuanto antes a la vida de los hijos de Dios, por la
contrición y la confesión sacramental.
La Virgen acompaña a la procesión fúnebre que lleva a su Hijo
al sepulcro (Jn 19, 38-42), hasta llegar al sepulcro y entrar en él, y el dolor
que le quema el Corazón aumenta tanto en intensidad y se vuelve tan profundo,
que le parece que le quita la vida, porque el único consuelo que le quedaba,
que era tener -aunque sea muerto, pero lo tenía- entre sus brazos a su Hijo,
ahora ya no lo tiene más, pero acepta resignada la Voluntad amorosa de Dios
Padre, que todo lo dispone para la salvación de las almas.
Anegada por mareas interminables de dolor, pero al mismo
tiempo revestida de serena alegría, porque recuerda las palabras de su Hijo,
que habría de resucitar al tercer día, ofrece al Padre sus dolores, pidiéndole
por tantos hijos suyos, muertos por el pecado, para que resuciten a la vida
nueva que les trajo Jesús.
El Viernes Santo, la Virgen de los Dolores llora la muerte
de su Hijo, reza y ofrece sus dolores por la conversión de sus hijos adoptivos
pecadores y espera, con alegre esperanza, el Día feliz, el Domingo de Resurrección.