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miércoles, 21 de marzo de 2012

Los misterios de la Virgen María (XI)



         Los misterios de la Virgen María no solo son inagotables, de manera que el alma no se cansa nunca de contemplarlos y de maravillarse por ellos, sino que, descubierto uno, inmediatamente conduce a otro, y como cada misterio es una manifestación del Amor infinito de Dios, no puede el alma, al conocer a la Virgen, dejar de amar a Dios, cada vez más y más.
         Y hablando de misterios, es por todos conocido el más grande de todos, el de ser María la Madre de Dios. Es el más maravilloso y grandioso de todos, del cual se desprenden todos los demás, uno de los cuales atañe a la salvación de nuestras almas.
¿De qué manera se relaciona la condición de María como Madre de Dios con nuestra propia salvación? La relación está en que María es Madre de Dios Hijo, y como tal, lo que Ella pide a su Hijo Dios, Él no puede dejar de concederlo. En otras palabras, María se dirige a su Hijo pidiéndole por nosotros, con la autoridad y el amor de madre, y aquí radica la eficacia de su intercesión: Jesús, que ama con amor infinito a su Madre, no puede negarse a nada de lo que su Madre le pida para nosotros y para nuestra salvación.
Un claro ejemplo de lo que estamos diciendo, lo tenemos en el evangelio, en el episodio de las bodas de Caná: a pesar de que Jesús no quiere hacer el milagro, dando a entender claramente que no es asunto suyo –“¿A ti y a Mí, qué, mujer?”-, a pedido de María, no puede dejar de obrar el milagro de la conversión del agua contenida en las tinajas, en vino de la más exquisita calidad. Jesús se muestra incluso hasta indiferente ante la situación de los novios, pero cede ante el amoroso pedido de su Madre: “Hijo, no tienen más vino”. Basta una intervención de María, basta que María dirija sus ojos llenos de amor a su Hijo, para que este deponga su actitud de rechazo a obrar el milagro, y actúe con su poder divino, provocando la felicidad de los esposos. Jesús no resiste al poder de intercesión de María, porque Ella es su Madre, y no puede decirle “no” a los pedidos de María por nosotros.
Pero hay todavía más: no sólo Jesús es incapaz de resistir a los ruegos de María Santísima: también Dios Padre se muestra como desarmado ante los ruegos de María, porque la negativa de Jesús se debía a que no había llegado todavía la hora indicada por el Padre: “Mi hora no ha llegado todavía”, es decir: “No puedo hacer el milagro de cambiar el agua en vino porque mi hora, la hora decretada por el Padre desde la eternidad, no ha llegado todavía”. Sin embargo, luego de los ruegos de María, Jesús obra el milagro, lo cual significa que Dios Padre consintió y autorizó el pedido de María Santísima. Y como Dios Padre y Dios Hijo no obran porque sí, sino movidos por el Amor, quiere decir que entonces también Dios Espíritu Santo se conmovió ante el pedido de María. ¡Cuánto poder tiene la intercesión de la Madre de Dios, que es capaz de conmover a la misma Santísima Trinidad, para que obre a favor nuestro!
Confiados en el poder intercesor de María Santísima, le pedimos que nuestros corazones, que son como las tinajas de las bodas de Caná antes de los milagros -de arcilla, secos y vacíos, y llenos de agua, es decir, de amor a sí mismos-, reciban, por su intercesión, el milagro de que el agua o el amor de sí, se convierta en vino exquisito, es decir, en la Sangre de Cristo. ¡Que nuestros corazones, por intercesión de María Santísima, se conviertan en recipientes que contengan la Sangre del Cordero de Dios, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna!

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