“El que quiera seguirme, que tome su cruz de cada día” (cfr. Lc 9, 22-25). Las palabras del Verbo de Dios revelan que Jesús no es de este mundo. ¿A qué líder del mundo se le ocurriría decir que para seguirlo y para obtener la felicidad, la vida eterna –porque para eso es el seguimiento de Jesús-, hay que cargar una cruz? La cruz es símbolo de humillación y de derrota, de fracaso humano y de abandono divino; es, para el mundo, lugar de burla, de escarnio, de mofa; para el mundo, la cruz es vergüenza y oprobio, signo de maldición y prueba del abandono divino; quien quiera ser feliz crucificado, muestra no estar en su sano juicio: ¿cómo ser feliz mientras se está crucificado? ¿No representa acaso la cruz el lugar del dolor y de la muerte, del abandono y del fracaso?
Esto es la cruz para el mundo, locura y necedad. Pero para los cristianos, es el trono de la Sabiduría eterna, que no vio otro modo más adecuado para demostrar a los hombres el Amor del Padre, que la muerte en cruz del Cordero de Dios.
Pero la cruz, si bien es lugar de desolación y de abandono, de parte de Dios –abandono reflejado en las palabras de Jesús: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”- y es el lugar del abandono de los hombres, es a la vez el lugar de la Presencia de María; es el lugar en el que María está más cerca que nunca.
María en la cruz está tan cerca de su Hijo Jesús, que se podría decir que el Monte del Calvario es su Corazón Inmaculado, porque la cruz, que es el dolor del Hombre-Dios, en donde están los dolores de todos los hombres, está clavada en el Corazón de la Madre de los Dolores.
Y si es el lugar en donde está María, María se encarga de endulzar todo dolor con su sola Presencia, así como endulzó las amargas horas de la agonía de su Hijo, permaneciendo al pie de la cruz.
“Quien quiera seguirme, tome su cruz de cada día y me siga”. Podemos subir espiritualmente a la cruz de Jesús, la cruz del Calvario, que por la omnipotencia divina se hace presente, en su realidad ontológica, a través del misterio de la liturgia eucarística, en el altar.
¿Quién puede decirse más dichoso y feliz que el católico, que tiene al alcance de su espíritu, por el misterio de la Eucaristía, el poder tomar y subir a la cruz cada día, lugar del encuentro con Jesús, lugar de la compañía de María?
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