Fiesta: 8 de mayo
Descripción de la imagen
La imagen de Nuestra Señora de Luján corresponde en
realidad a la Inmaculada Concepción; sucede que al encontrarse revestida al
estilo español, y al quedar cubierto toda su figura, exceptuando el rostro y
las manos, por una cubierta de plata -realizada en el año 1904-, la advocación
queda oculta. Se encuentra de pie sobre nubes, entre las cuales sobresalen
cuatro cabezas de querubines. A sus pies se ve la luna en cuarto creciente. Sus
manos están en actitud orante, a la altura del pecho).
Para describir la imagen de la Virgen de
Luján, es necesario tener presente el libro del Apocalipsis, puesto que el
origen de la imagen se encuentra allí: “Una gran señal apareció en el cielo:
una Mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce
estrellas sobre su cabeza” (12, 1).
“Una Mujer, vestida de sol…”: el resplandor
del sol –imagen de Jesucristo, Sol de gracia eterna- está figurado en la rayera
gótica, adosada a la espalda de la imagen. En la rayera se encuentra la
inscripción: “Es la Virgen de Luján la primera fundadora de esta Villa” (con
“Villa”, no se representa tanto a una localidad en particular, sino que se
significa a la Nación Argentina).
“…con la luna bajo sus pies…”: en la luna
–realizada en plata en la imagen- está representada toda la Creación, visible e
invisible. María Santísima, como Hija Predilectísima de Dios Padre, como Madre
de Dios Hijo, y como Esposa Purísima del Espíritu Santo, es Emperatriz de los
cielos y de la tierra. La luna está colocada a los pies como símbolo del poder
de María, en su condición de esta triple predilección de la Santísima Trinidad,
que la ubica por encima de todas las creaturas, visibles e invisibles,
convirtiéndola en una criatura única e inigualable, por encima de todos los
ángeles y santos, y sólo un poco por debajo del Hombre-Dios, Jesús de Nazareth.
“…y una corona de doce estrellas sobre su
cabeza…”: las estrellas representan, según San Bernardo, las 12 prerrogativas
de gracias con las cuales la Santísima Trinidad adornó a la Virgen: cuatro del
cielo -la generación de María anunciada en el Antiguo Testamento, el haber sido
saludada por el ángel, el haber concebido en su seno al Hijo de Dios, el
haberse realizado esto por obra y gracia del Espíritu Santo-; cuatro del cuerpo
-su inquebrantable propósito de guardar virginidad, su virginidad realzada por
una milagrosa fecundidad, el estar libre de las molestias que se siguen a la
concepción "llevando a Quien la llevaba", su milagroso alumbramiento;
cuatro del Corazón -la mansedumbre de su pudor, su profunda humildad, su fe
magnánima y firmísima, el martirio de su Corazón.
La corona imperial: es de oro con
incrustaciones preciosas. La corona que le concede la Iglesia -bendecida por
León XIII en 1886-, es una figura de la corona de luz y de gloria con la cual
su mismo Hijo la coronó en persona en el Cielo, en la Asunción. Antes de llevar
esta corona de gloria, participó de la Pasión de su Hijo Jesús, sufriendo los
mismos dolores de su Hijo coronado de espinas, y por eso mereció recibir esta
corona de luz.
La coronación de María en la tierra, por parte de sus
hijos, representa el reconocimiento que sus hijos hacen a su Madre como Patrona
de la Patria, como Patrona de las almas: colocar la corona en la cabeza de una
reina significa reconocer la majestad de esa reina, y es eso lo que hacemos al
coronar a María: reconocer, con humildad, su grandeza mayestática, su
majestuosidad de Reina de los cielos que nos honra tomándonos como a sus hijos.
La corona que se coloca en la imagen de María es una
corona material, hecha con materiales
nobles, como la plata, el oro, o piedras preciosas, y es una figura o símbolo
de la corona real, espiritual, que María lleva en el cielo.
La corona de María en el cielo es una corona de luz,
de santidad, de pureza, de gloria divina, que María ostenta en los cielos desde
su Asunción gloriosa, por toda la eternidad. Pero a esta corona de luz y de
gloria que María lleva en el cielo, no la alcanzó sin antes haber llevado en la
tierra, en el tiempo en el que vivió en la tierra, en su Corazón Inmaculado, el
dolor inmenso de la corona de espinas de su Hijo Jesús. Su Hijo Jesús fue
coronado en la cruz como el Rey de los judíos, como el Rey de la humanidad, con
la corona de espinas, una corona pesada, formada por gruesas espinas, duras y
afiladas, que traspasaron su cuero cabelludo e hicieron brotar sangre a
borbotones de su Cabeza, sangre que luego corrió por su cuerpo crucificado; la
corona de espinas le provocaba dolor a Jesús, pero mucho más que las espinas,
lo que le provocaba dolor era la maldad de los corazones humanos, además de la
frialdad de corazón y la indiferencia para con su sacrificio. Fue Jesús quien
llevó la corona de espinas en la cruz, pero María la llevó también, invisible,
en su Corazón Inmaculado, al pie de la cruz, porque en su Corazón llevaba todo
el dolor de su Hijo Jesús, y así como la corona de espinas de Jesús en la
tierra se transformó en la corona de luz y de gloria en el cielo, en la
resurrección, así el dolor de Jesús, que María atesoraba en su Corazón en la
tierra, en el Calvario, al pie de la cruz, se convirtió en el cielo en su
corona de luz y de gloria divina.
Al contemplar la corona de la Virgen de Luján, pidamos
la luz de la fe para trascender lo que vemos, para ver con la luz del Espíritu
Santo, como lo pide para nosotros la misma Virgen, para ver cómo María merece
la corona de luz y de gloria luego de llevar el dolor de su Hijo. Eso mismo
debemos pedir para nosotros.
Significado espiritual de la
devoción
La devoción y la
imagen de la Virgen de Luján tienen una profunda y estrechísima relación con el
ser nacional del pueblo argentino; tanto, que se puede decir que la Nación argentina
tiene, en expresiones del Papa Pío XII, su "centro natural" en Ella.
Trece años después de haberla visitado en su
camarín de Luján, siendo ya Sumo Pontífice, dijo que “Ella quiso quedarse allí
y el alma nacional argentina comprendió que allí tenía su centro natural”.
Además, expresó cuál había sido su impresión al verla: “…nos pareció que
habíamos llegado al fondo del alma del gran pueblo argentino.”
En otras palabras, el
Santo Padre nos dice que vio, en la Virgen de Luján, "el fondo del alma
del gran pueblo argentino", es decir, aquello que es su base, lo que le da
razón de ser, lo que sirve de cimiento a todo lo que se construye luego, y sin
cuya existencia, nada puede ser construido. Es sobre la base de este
pensamiento de Su Santidad Pío XII, que elaboramos las siguientes meditaciones
acerca de la Virgen de Luján y el significado espiritual para los argentinos.
La
Virgen de Luján, Madre, Patrona y Dueña de la Patria Argentina
Pocas naciones en el mundo tienen el privilegio de la
Nación Argentina, el de haber sido elegidas, por la Madre de Dios, para
quedarse en su suelo. Un hermoso prodigio dio origen a su estadía en nuestro
suelo patrio: la carreta tirada por bueyes, en donde se encontraba la imagen,
no se movió hasta que no quitaron de su interior la imagen de la Madre de Dios
que luego sería venerada como “Nuestra Señora de Luján”[1].
El prodigio fue un claro signo de que la Virgen quería quedarse en la Patria, y
quería ser venerada en ese lugar por todos los argentinos.
De esta manera, nuestra
Patria se vio honrada, al ser elegida por la Madre de Dios para ser su patrona.
Desde entonces, la Virgen de Luján presidió todos los grandes acontecimientos
de la patria, fue proclamada Generala y recibió los bastones de mando de
numerosos próceres argentinos, como San Martín, Belgrano, Güemes, Lamadrid,
Pueyrredón, y fue invocada por los soldados héroes de Malvinas, y por millones
de argentinos, civiles y militares, que forjaron la Argentina.
Se trata por lo tanto
de una imagen plena de historia y de significado, en donde la historia de la
Argentina como Nación, y de cada argentino como patriota, encuentra su sentido
y su significado: bajo su manto, bajo su mirada maternal, bajo su protección de
Madre celestial, nacieron, vivieron y murieron generaciones y generaciones de
argentinos, quienes gracias a su intercesión misericordiosa, gozan ahora de la
beatitud eterna, la contemplación alegre y extática de las Tres Divinas
Personas.
Pero hay otro
privilegio, que viene de la mano de este prodigio realizado por la Madre de
Dios para quedarse en nuestra Patria y ser su Patrona y Dueña, y es el de su
manto, que lleva los colores de la Inmaculada Concepción, pues de ese manto
bendito, surgió nuestra enseña nacional, nuestra gloriosa Bandera Argentina.
El general Don Manuel
Belgrano, a la hora sublime de crear la bandera de la nueva nación, eligió los
colores celeste y blanco, pero no por capricho, ni al azar, ni para recordar el
cielo cosmológico, sino para honrar a la Purísima Concepción de María, de quien
era ferviente devoto.
Éste es el otro
privilegio que tiene nuestra Patria, no compartido por ninguna otra nación de
la tierra, y es el de llevar, gloriosamente, en su bandera, los colores del
manto de la Inmaculada Concepción. Así lo quiso el General Manuel Belgrano, al
elegir los colores de la Bandera Nacional: quiso que llevara los colores de la
Inmaculada Concepción, a quien amaba, veneraba y honraba desde su niñez. Desde
entonces, los argentinos tenemos la dicha de besar la Bandera Nacional, como si
estuviéramos besando el Manto de la Virgen de Luján, que es el Manto de la
Inmaculada Concepción.
Es por esto que si el
Salmo dice: “Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor” (cfr. Sal 32), nuestra Patria puede,
alegrándose en la Virgen Inmaculada, decir: “Dichosa la Nación cuya Patrona y
Dueña es la Madre de Dios”.
Ahora bien, el hecho de que María Virgen sea nuestra
Patrona, supone privilegios especiales, no exentos de tribulaciones; aún más,
podría decirse que la tribulación es la condición de los hijos de la Virgen,
como don del cielo, venido directamente de Dios, que hace participar, a sus
hijos adoptivos, de la Gran Tribulación de su Hijo Jesús en la cruz.
Es así como nuestra Patria, bajo el amparo de la
Virgen, ha atravesado numerosas tribulaciones, y lo continúa haciendo, en el
día de hoy, y podría decirse que la tribulación de este tiempo es la más
grande, la más dura, la más dolorosa, de todas las tribulaciones vividas en su
historia.
Hoy la Patria se ve acosada, además de sus enemigos
naturales, por un enemigo más insidioso, más difícil de detectar, pues no se
identifica con extrañas banderas, como en Obligado. El peligro más grande, para
la Patria, viene hoy de algunos de sus propios hijos, que no la reconocen
mariana, no la reconocen católica, y por lo mismo, no reconocen a la Virgen de
Luján como a su Madre, Señora, Dueña y Protectora.
La más grande tribulación la sufre hoy la Patria, no
sólo porque botas militares extranjeras mancillan sus amadas Islas Malvinas,
sino porque muchos, muchísimos de sus hijos, desconociéndola en su condición de
Madre de los argentinos, se han olvidado de su Hijo, lo han rechazado, y han
abrazado el culto a los modernos ídolos neo-paganos, el poder, la fama, la
gloria mundana, la violencia, la ideología de los sin Dios, y se dirigen,
inconscientes y ciegos, al abismo de la eterna condenación.
La
Bandera Argentina es el Manto de la Inmaculada Virgen de Luján
Las banderas nacionales son un reflejo del pensamiento
y del sentimiento de un pueblo, pero también representan lo más característico
de una nación. En la bandera nacional está representado y simbolizado el ser
más auténtico y profundo de toda una nación, y por esto mismo, porque
representa al ser nacional, todo el pueblo se siente representado y reflejado
en esa bandera. En la bandera nacional se aglutinan y condensan las vivencias
más significativas e importantes de la nación, aquellas que dieron origen a su
ser nacional, las que forjaron y fraguaron el ser de la nación, en los inicios
históricos de la existencia de un pueblo.
Todas las naciones surgieron por un hecho histórico
trascendente –o también, por una serie de hechos históricos-, el cual queda
plasmado en la insignia nacional, de modo tal que las generaciones sucesivas,
al contemplarla, traigan a la memoria la gesta del pasado, de la cual nacieron,
y con sus corazones honren y veneren en el presente a la Patria a la
que pertenecen, y juren defenderla con sus vidas hasta el fin.
Una bandera nacional, entonces, no es nunca un símbolo
vacío, sino un símbolo cargado de riqueza histórica y de valores trascendentes,
que despiertan en el hombre sus sentimientos más nobles y profundos.
Muchos han dado sus vidas por sus banderas, no por el lienzo,
obviamente, sino porque sus colores y sus figuras representan la génesis, el presente
y el futuro del ser nacional, y en ellos están representados elevados valores
humanos y los hechos históricos que originaron a la nación.
Así, en la bandera de EE.UU., por ejemplo, “el
blanco simboliza su color de piel e inocencia, el rojo sangre y valor, y el
azul el cielo, perseverancia y justicia” (…) La bandera de Estados Unidos de
América consta de trece barras horizontales, siete rojas y seis blancas, y un
rectángulo azul en el cantón con cincuenta estrellas blancas. Las barras
representan a las trece colonias originales que se independizaron del Reino
Unido y las estrellas a los estados que forman la Unión”.
Cuando leemos acerca de la bandera de México, se lee
lo siguiente: “El Escudo Nacional de México (…) consiste en un águila real
devorando a una serpiente (…) está basado en la leyenda azteca que
cuenta cómo su pueblo vagó por cientos de años en el territorio mexicano
buscando la señal indicada por sus dioses para fundar la ciudad de Tenochtitlán
(la actual Ciudad de México), donde vieran a un águila devorando a una
serpiente”.
En el primer caso, la bandera destaca las virtudes,
además del cielo cosmológico, y están representadas las colonias que iniciaron
la independencia; en el segundo caso, una leyenda inmemorial, según la cual los
dioses señalarían el lugar de la fundación de la ciudad emblemática de la
nación, que debía ser en donde encontraran a un águila devorando una serpiente.
Virtudes humanas en un caso, leyenda mitológica
pre-hispana, en el segundo.
En el caso de la Bandera Argentina, no hay
nada de esto, sino algo infinitamente más sublime.
Abundantes pruebas historiográficas, demuestran
que la Bandera Argentina, creada por el General Manuel Belgrano,
lleva los colores del manto de la Inmaculada Virgen de Luján, de
quien Belgrano era ferviente devoto.
Como antecedente a la creación mariana de la
Bandera Nacional, existen una serie de datos históricos que avalan esta tesis,
según el historiador Vicente Sierra,
de quien tomamos la siguiente recopilación: “Cuando el rey Carlos III consagró
España y las Indias a la Inmaculada en 1761, y proclamó a la
Virgen principal Patrona de sus reinos; creó también la
Orden Real de su nombre, cuyos caballeros recibían, como condecoración,
el medallón esmaltado con la imagen azul y blanca de la Inmaculada,
pendiente al cuello de una cinta de tres franjas: blanca en el medio, y azules
a los costados.
El artículo 40 de los estatutos de la Orden,
retomados en 1804, dice: ‘Las insignias serán una banda de seda ancha dividida
en tres franjas iguales, la del centro blanca y las dos laterales de color azul
celeste”.
Según este dato, entonces, ya desde la época del rey
Carlos III, tanto España como las Indias, estaban consagradas a la Virgen,
en cuyo honor se crea la Orden Real de la Inmaculada, que
lleva los colores azul y blanco.
Avanzando un poco más en el tiempo, Sierra trae un
dato tomado de Bartolomé Mitre: “Mitre dijo que los colores nacionales blanco y
azul celeste pudieron ser adoptados ‘en señal de fidelidad al rey de España,
Carlos IV, que usaba la banda celeste de la Ordende Carlos III, como puede
verse en sus retratos al óleo… La cruz de esta orden es esmaltada de blanco y
celeste, colores de la Inmaculada Concepción de la Virgen,
según el simbolismo de la Iglesia’. El artículo IV de los estatutos de
dicha orden, decretados en 1804, dice: ‘Las insignias… serán una banda de seda
ancha dividida en tres fajas iguales, la del centro blanca, y las dos laterales
de color azul celeste’. Augusto Fernández Díaz recuerda que, cuando en el
último ensayo de gobierno republicano en España, se acordó cambiar la bandera
rojo y gualda por otra de tres franjas: rojo, gualda y morado, Miguel de
Unamuno, entonces diputado, dijo: ‘…Bandera monárquica podríais acaso llamar a
la celeste y blanca de los Borbones de la casa española, cuyos colores son
también los de la República Argentina y los de la
Purísima Concepción”.
Otro antecedente mariano de la
Bandera Nacional como signo distintivo de Argentina, aparece
en la Reconquista de Buenos Aires, en donde las tropas patriotas se
identifican con la imagen de la Inmaculada Concepción. Dice así
otro historiador, Aníbal Rottjer: “Si bien la escarapela azul y blanca no se
usó en 1810, y sólo aparece al año siguiente, como distintivo de la
Sociedad Patriótica; sus colores habían adquirido una especial
significación, por haberlos usado los voluntarios que
prepararon la Reconquista, y que, reunidos en Luján, combatieron
luego en la Chacra de Perdriel. Las crónicas de Luján nos hablan del
‘Real pendón de la Villa de Nuestra Señora, bordado en 1760 por las
monjas catalinas de Buenos Aires. En él había dos escudos: uno con las armas
del rey y otro con la imagen de la Pura y Limpia Concepción de María
Santísima, singular patrona y fundadora de la villa’. El Cabildo de Luján
entregó este estandarte a las tropas de Pueyrredón, ‘como su mejor contribución
para el servicio y la defensa de la Patria’. Después de implorar el
auxilio de la Virgen, y usando, como distintivo de reconocimiento, los
colores de su imagen, por medio de dos cintas anudadas al cuello, una azul y
otra blanca, y que llaman de la medida de la Virgen, porque cada una
medía 38 centímetros, que era la altura de la imagen de la
Virgen de Luján; los 300 soldados improvisados se lanzan al ataque contra
700 veteranos de Beresford, y mueren en la acción tres argentinos y veinte
británicos.
Los dispersos se unen más tarde a las fuerzas de
Liniers, y obtienen, días después, la victoria definitiva, que se atribuyó
oficialmente a la intervención de la Virgen María, como consta en las
actas del Cabildo de 1806. Estos colores los conservaron los húsares de
Pueyrredón enla Defensa, durante las jornadas de julio de 1807”.
Como se puede ver claramente, los patriotas
argentinos, que se levantan en armas para combatir al invasor inglés, se
identifican con los colores celeste y blanco y con la imagen de la
Inmaculada Concepción.
Tal es la identificación de con la Madre de
Dios, y con los colores de su manto, que el Coronel Domingo French, en una
proclama en Luján, el 25 de septiembre de 1812, dice así: “¡Soldados! Somos de
ahora en adelante el Regimiento de la Virgen. Jurando nuestras
banderas os parecerá que besáis su manto. …Al que faltare a su palabra, Dios y la
Virgen, por la Patria, se lo demanden”.
Continúa aportando datos históricos Aníbal Rottjer,
relativos a los reyes de España, y también al General Belgrano, que muestran la
devoción a la Inmaculada Concepción: “Carlos III, Carlos IV y
Fernando VII vestían sobre el pecho la banda azul y blanca con el camafeo
de la Inmaculada, y el manto real lucía estos mismos colores, como puede
observarse en los retratos que adornan los salones del escorial y el palacio de
Oriente en Madrid, donde se custodian también las condecoraciones con la cruz
esmaltada en blanco y celeste.
Pueyrredón y Azcuénaga los usaron, como caballeros de
esa Orden, y Belgrano, como congregante mariano en las universidades de
Salamanca y de Valladolid. Ya hemos referido en otro lugar que Belgrano, al
recibirse de abogado, juró ‘defender el dogma de la
Inmaculada Concepción de la Virgen María, Patrona de las
Españas’, y que, al ser nombrado secretario del Consulado, declaró en el acta
fundamental de la institución que la ponía ‘bajo la protección de Dios’ y
elegía ‘como Patrona a la Inmaculada Virgen María’, cuyos colores,
azul y blanco, colocó en el escudo que ostentaba el frente del edificio”.
Otro historiador, el P. Guillermo Furlong, profundiza
en la devoción mariana del General Belgrano, y la relaciona con la creación de
la insignia nacional: “…al fundarse el Consulado en 1794, q1uiso Belgrano que
su patrona fuese la Inmaculada Concepción y que, por esta causa, la
bandera de dicha institución monárquica constara de los colores azul y blanco.
Al fundar Belgrano en 1812 el pabellón nacional, ¿escogería los colores azul y
blanco por otras razones diversas de las que tuvo en 1794? El Padre Salvaire no
conocía estos curiosos datos y, sin embargo, confirma nuestra opinión al
afirmar que ‘con indecible emoción cuentan no pocos ancianos, que al dar
Belgrano a la gloriosa bandera de su Patria, los colores blanco y azul celeste,
había querido, cediendo a los impulsos de su piedad, obsequiar a la Pura y
Limpia Concepción de María, de quien era ardiente devoto’”.
El P. Salvaire también da testimonio de la devoción
mariana del General Belgrano, en particular a la advocación de la
Virgen de Luján, como antecedentes inmediatos a su particular elección de
los colores de la Bandera Nacional: “Al emprender la marcha (hacia el
Paraguay) pasa (Belgrano) por la Villa de Nuestra Señora de Luján
donde se detiene para satisfacer el deseo que le anima de poner su nueva
carrera y las grandes empresas que idea su mente, bajo la protección de la
milagrosa Virgen de Luján. Manda, al efecto, celebrar en ese Santuario una
solemne misa en honor de la Virgen a la que asiste personalmente, a
la cabeza del Ejército de su mando, y robusteciendo su corazón con el
cumplimiento de este acto religioso, prosigue lleno de fe y de esperanza el camino
que le trazara el deber y el honor”.
El historiador Eizaguirre nos brinda los testimonios
de un cabildante de Luján, y del hermano de Belgrano, que confirman que la
creación de la Bandera Nacional fue un acto de devoción mariana
y de amor a la Purísima Concepción de la Virgen: “José Lino
Gamboa, antiguo cabildante de Luján, juntamente con Carlos Belgrano, hermano
del General, afirmó que: ‘Al dar Belgrano los colores celeste y blanco a la
bandera patria, había querido, cediendo a los impulsos de su piedad, honrar a la
Pura y Limpia Concepción de María, de quien era ardiente devoto por
haberse amparado a su Santuario de Luján’”.
Por último, en el mismo sentido, Aníbal Rottjer: “El
sargento mayor Carlos Belgrano, que desde 1812 era comandante militar de Luján
y presidente de su Cabildo, dijo: ‘Mi hermano tomó los colores de la bandera
del manto de la Inmaculada de Luján, de quien era ferviente devoto’.
Y en este sentido se han pronunciado también sus coetáneos, según lo aseveran
afamados historiadores”.
De esta manera, vemos cómo nuestra enseña nacional, al
llevar los colores de la Inmaculada Concepción, representa mucho más
que valores humanos, o que leyendas mitológicas: representa nuestro ser
nacional, cristiano y mariano. Al ver la Bandera, vemos el Manto
de la Inmaculada de Luján, y así, ser argentinos y ser marianos, ser
patriotas y ser hijos de la Virgen, es para nosotros una misma y única
cosa.
Debido entonces a que la Virgen María, en su advocación de
Inmaculada Concepción, y de Virgen de Luján es, comprobadamente, la
Patrona y Dueña de estas tierras argentinas, ya que nuestra Nación se
identifica con los colores de su Manto, a Ella, la Virgen de Luján,
nuestra Madre del cielo, de quien orgullosos llevamos su Manto, que hemos
tomado como enseña Patria, le decimos:
Ven,
Purísima Concepción, Señora Dueña de la Argentina, y Defiende a tus hijos
de los ataques del maligno, cubriéndolos con tu Manto celeste y blanco.
Ven,
Madre nuestra, Reconquista los corazones de los habitantes de esta tierra
Argentina, que te pertenece desde sus inicios.
Ven,
Virgen Santísima, Inmaculada Concepción, y planta tu real insignia, tu Manto
celeste y blanco, en las almas de tus hijos argentinos.
Ven, Madre de Dios, Virgen de
Luján, y derriba las banderas idolátricas que ensombrecen el horizonte
de la Nación, y enarbola los colores celeste y blanco de tu Manto de
Purísima Concepción.
Ven
Estrella Purísima de la mañana, Tú que anuncias la llegada del Nuevo Día y del
Sol de justicia, Tu Hijo Jesucristo, y disipa las tinieblas que cubren nuestra
Patria.
Ven,
Virgen Purísima de Luján, defiéndenos del Maligno, cubre a tus hijos con tu
Manto celeste y blanco, y condúcenos a la Patria celestial, el seno
de Dios Trinidad.
La
Virgen de Luján Madre de nuestra Patria
En el Antiguo
Testamento, los israelitas celebraban con alegría el ser depositarios de la
verdadera fe en Dios, y cantaban en el salmo: “Dichoso el Pueblo cuyo Dios es
el Señor”. De esta manera, no solo se diferenciaban del resto de los pueblos
paganos, en aspectos como el culto –los paganos ofrecían, cultos falsos en los
que sacrificaban animales y, en algunos casos, seres humanos-, sino que estaban
seguros y contentos por el hecho de ser elegidos por Dios y por lo tanto de
poder contar con Él en momentos de tribulación y de prueba, pero sabían que
podían contar con Dios también en el momento de la alegría y de la consolación,
como lo testifican los innumerables prodigios o “maravillas” de Yahvéh a favor
de su Pueblo.
“Dichoso el Pueblo cuyo Dios es el Señor”, repetían
los israelitas en sus oraciones, este salmo que les daba confianza y serenidad
en la prueba y en la tribulación, y les aseguraba de estar en la fe verdadera
en medio de naciones paganas, ya que la Sinagoga, figura de la Iglesia, era la
depositaria de la verdad de un Dios Uno y Único, que se había manifestado en la
historia en medio del pueblo de Israel.
Análogamente, la
Argentina, como Nación, podría decir: “Dichosos nosotros, que tenemos a la
Madre de Dios como Nuestra Madre y Señora”. Decirlo en la intimidad del corazón,
y proclamarlo también hacia fuera, porque la Madre de Dios es la Madre de
nuestra Patria: sin faltar a la verdad histórica, todo lo contrario, basados en
la historia de nuestra nación, podemos comprobar cómo la Madre de Dios estuvo
presente desde sus primerísimos orígenes, al punto tal de no tener sentido la
existencia de Argentina como pueblo organizado, como Nación, sin hacer referencia a la Virgen de Luján. No es
Patrona –la “Patrona” es la dueña- de la Argentina porque los argentinos
construyeron un santuario, la Basílica de Luján, convirtiéndolo en el principal
santuario nacional de Argentina; es Patrona, o Dueña de la Argentina, porque
así lo dispuso Dios Trino en su eternidad; es voluntad expresa de Dios Trinidad
que la Madre de Dios sea la Dueña de Argentina, y es un honor inmerecido y una
fuente de alegría en la paz y de consuelo en la tribulación.
Pocas naciones,
incluso entre las llamadas “cristianas”, tienen el honor de tener a la Madre de
Dios como Dueña suya, por eso los argentinos, en medio de las naciones del
mundo, podemos decir: “Dichosa la Nación cuya Dueña es la Madre de Dios”. Esto
supone privilegios especialísimos, reales, verdaderos, actuales, algunos
conocidos y la gran mayoría desconocidos, para los argentinos. El primero de
todos los privilegios, el haber sido elegidos por Dios Trino para tener a la
Madre de Dios como Dueña de su Patria.
Pero el hecho de tener
a Dios como Señor –y en correlación, el tener a la Madre de Dios como Dueña de
la Patria Argentina- no evita las tribulaciones, como bien lo prueba el estado
de guerra permanente que se vive en Palestina, tierra natal de María y de
Jesús, Dios de dioses y Señor de la historia, y como bien lo muestran los
dolorosos hechos históricos ocurridos en nuestra Patria ya desde sus orígenes
como Nación independiente.
Sin embargo, eso
prueba también la verdad de las palabras de Jesús, cuando dice: “Os prometo el
ciento por uno en esta tierra, y tribulaciones”. Las tribulaciones,
individuales, personales, o como Nación, son prueba de la verdad de las
palabras de Jesús. La diferencia está en que mientras otras naciones –paganas o
cristianas- acuden entre sombras a la ayuda del Dios verdadero, frente a las
tribulaciones, el pueblo argentino acude a su Dueña y Señora, a su Madre
celestial, la Madre de Dios, para confiarle sus penas, aunque también sus
alegrías.
Y la Madre de Dios no
puede dejar de escuchar los ruegos de quienes son sus hijos, del pueblo cuya
Bandera Nacional es una prolongación en la tierra de su manto celestial.
La Madre de Dios, la
Virgen de Luján, no eligió a nuestra Patria para ser su Dueña solo para
escuchar nuestros ruegos o darnos lo que le pidamos. Existe un misterio
insondable, en el designio de Dios Trino, para la Argentina, un destino que
solo Dios conoce, un destino de grandeza, no mundana, sino celestial, el
arribar con seguridad al Puerto de la Santísima Trinidad, y es para ese destino
de eternidad, para lo cual ha dispuesto que la Madre de Dios sea Dueña de la
Argentina.
Nuestra Señora de Luján, Protectora celestial de Nuestra Patria
Mucho antes de que Argentina fuera nación, la Madre de
Dios se estableció en estas tierras, mediante el milagro de la carreta y los
bueyes.
De esta manera, quería indicar que era Ella la
Patrona, la Dueña y Señora de lo que en el futuro se llamaría
"Argentina", y, todavía mucho más importante, que sería la Madre
celestial de todos los habitantes de la futura nación.
En un momento de la historia en que esa nación y esos
habitantes parecen haber olvidado la historia de sus orígenes, puesto que con
sus leyes se dirigen, a pasos agigantados, en dirección contraria a Dios, es
necesario rezarle a la Virgen de Luján con insistencia, perseverancia y fervor
cada vez mayores, para que haga regresar al único redil de Jesucristo a la
Argentina toda.
Ante las negras tinieblas del materialismo, del
liberalismo, del comunismo, del neo-paganismo, que se han abatido sobre el
límpido cielo patrio, no nos queda sino elevar un ruego, desde el fondo de
nuestra miseria e indignidad, a la Única que puede interceder por la salvación
de nuestra Patria, y confiados en Ella, que es la Omnipotencia Suplicante,
decimos:
“Madre
de Dios, Virgen de Luján, Patrona y Dueña de nuestra Patria, no permitas que se
pierdan los argentinos, estos hijos tuyos que se han apartado del luminoso
Camino de la Cruz, y han emprendido el tenebroso camino del progresismo y de la
ideología materialista, que los conduce al lugar de fuego, donde se pierde toda
esperanza.
Madre
de Dios, Virgen de Luján, Madre de los argentinos, sacude los corazones de esos
tus hijos argentinos, extraviados en las negras tinieblas de la ausencia de
Dios, y llámalos, uno a uno, por su nombre, para que vuelvan a cobijarse bajo
el amparo de tu Manto celestial, el manto celeste y blanco de tu imagen de
Luján; cúbrelos con tu Manto, llévalos en tu regazo, refúgialos en tu
Inmaculado Corazón, implora a Tu Hijo por su perdón, y cuando su ira esté ya
aplacada, llévalos, desde Tu amable Corazón sin mancha, al Corazón de Jesús.
Madre
de Luján, Madre de Dios, Virgen Patrona de los argentinos, haz que cada
argentino, nacido en las Pampas, en la Argentina toda, finalice su camino
terreno llegue, partiendo desde el Puerto de Santa María de los Buenos Aires, tu Inmaculado Corazón, a la Ciudad de
la Santísima Trinidad, la comunión feliz, en el Amor trinitario, con las Tres
Divinas Personas. Amén”.
Oración a Nuestra Señora de Luján
Virgen de Luján,
Madre, Patrona y Dueña
de la Patria Argentina,
conmueve los corazones
de tus hijos argentinos,
que se han extraviado
por el materialismo
y las ideologías sin-Dios;
llámalos, Madre de Luján,
y llévalos
desde el Puerto de Santa María,
de los Buenos Aires,
Tu Inmaculado Corazón,
a la Ciudad de la Santísima Trinidad. Amén.
“Desde el Brasil partió
la imagencita de la Virgen
de Luján, hoy venerada en la
Basílica. Los acontecimientos se remontan al siglo XVII,
cuando Antonio Farías Saa, un hacendado portugués afincado en Sumampa, le
escribió a un amigo suyo de Brasil para que le enviara una imagen de la la Virgen en cuyo honor quería
levantar una ermita. En el año 1630 –probablemente en un día del mes de mayo–
una caravana de carretas, salida de Buenos Aires rumbo al norte llevando dos
imágenes, las que hoy conocemos como 'de Luján' y 'de Sumampa'. La primera
representa a la Inmaculada
y la segunda a la Madre
de Dios con el niño en los brazos. Inmediatamente ambas imágenes emprendieron
un largo viaje en carreta con la intención de llegar hasta Sumampa.
En aquel tiempo, las caravanas acamparon al atardecer. En formación cual pequeño
fuerte, se preparaban para defenderse de las incursiones nocturnas de las
bestias o los malones de los indios. Luego de una noche sin incidentes,
partieron a la mañana temprano para cruzar el río Luján, pero la carreta que
llevaba las imágenes no pudo ser movida del lugar, a pesar de haberle puesto
otras fuertes yuntas de bueyes. Pensando que el exceso de peso era la causa del
contratiempo, descargaron la carreta pero ni aún así la misma se movía.
Preguntaron entonces al carretero sobre el contenido del cargamento. "Al
fondo hay dos pequeñas imágenes de la
Virgen", respondió. Una intuición sobrenatural llevó
entonces a los viajantes a descargar uno de los cajoncitos, pero la carreta
quedó en su lugar. Subieron ese cajoncito y bajaron el otro, y los bueyes arrastraron
sin dificultad la carreta. Cargaron nuevamente el segundo y nuevamente no había
quien la moviera. Repetida la prueba, desapareció la dificultad. Abrieron
entonces el cajón y encontraron la imagen de la Virgen Inmaculada
que hoy se venera en Luján. Y en el territorio pampeano resonó una palabra que
en siglos posteriores continuaría brotando de incontables corazones: ¡Milagro!
¡Milagro!” (Cfr. Fundación Argentina del Mañana).