Las
apariciones de la Virgen María
son hechos prodigiosos, cuya dimensión trascendental y sobrenatural se nos escapa,
por el hecho de estar inmersos en el mundo material y terreno, y por estar condicionados
por lo que nuestros sentidos pueden captar, ya que tenemos tendencia a creer
que la única realidad “real” es la material y sensible.
Precisamente,
cuando la Virgen
se aparece, en cumplimiento de los designios divinos, es para que, iluminados
por la gracia, estemos más atentos a esa parte de la realidad que no puede ser
percibida por los ojos, pero sí por la luz de la fe, y es la realidad del más
allá, de lo que existe más allá de esta vida, la vida eterna. Nuestro mundo
actual, es un mundo materialista, que considera que hay una sola vida, esta, la
terrena, y que fuera de ella no hay nada, o no importa lo que pudiera haber; lo
que importa, según esta visión mundana, es “disfrutar” de esta vida, “pasarla
bien”, no importa a qué costo, y es así como se justifican todo tipo de cosas
ilícitas y prohibidas por la ley de Dios. Muchos, muchísimos cristianos, caen
en la trampa que les tiende el mundo y el demonio, y olvidándose lo que alguna
vez aprendieron en el catecismo, viven la vida como si nunca hubieran recibido
el bautismo, como si nunca hubieran sido adoptados por Dios como hijos, y como
si nunca hubieran recibido el llamado de Cristo a seguirlo camino del Calvario.
Es así como los cristianos
pierden de vista la vida sobrenatural, la vida de la gracia, para vivir en
cambio una vida puramente natural la cual, en la mayoría de los casos, termina
animalizándose, con lo que el que había sido llamado a ser hijo de Dios,
finaliza comportándose peor que un animal salvaje.
En el
caso de las apariciones de la
Virgen en San Nicolás, la realidad sobrenatural que la Virgen quiere hacernos ver,
de parte de Dios, es la de la salvación eterna. Esta vida terrena, la que
vivimos en el tiempo, dura muy poco, como máximo, cien o ciento diez años, ya
que no hay ser humano que pueda vivir más que eso, y luego, viene la vida
eterna, en donde el alma se encuentra cara a cara con Dios, recibe su juicio
particular y, si es encontrada digna, es llevada por Cristo y María Santísima
al Reino de Dios Padre.
Lo que sucede es que este
ingreso al Reino de los cielos no se produce de modo automático: el alma debe
presentarse ante Cristo, en su juicio particular, cargada con tesoros
espirituales, celestiales, ya que eso es lo que Jesús nos dice que hagamos:
“Atesorad tesoros en el cielo”, y una buena parte de esos tesoros celestiales,
que granjean la entrada al cielo, se consigue con la oración, sobre todo del
Santo Rosario.
Entonces, la Virgen se aparece en San
Nicolás para advertirnos de los engaños del mundo y del demonio, que nos seducen
con cosas falsas -placeres terrenos, gula, ocio, pereza, música estridente e
indecente, películas de cine y programas de televisión inmorales, acceso por
Internet, de modo fácil y anónimo a toda clase de perversiones, y toda clase de
aberraciones contra la naturaleza, a las que hacen pasar por buenas, cuando en
realidad son malicia del infierno encubierta-, para apartarnos de la vida feliz
y eterna en la contemplación de Dios Uno y Trino, y conducirnos al infierno.
Las apariciones de la Virgen María tienen por lo
tanto un carácter de advertencia urgente, ya que la Virgen viene desde el cielo
para abrir nuestros ojos, para que iluminados por la gracia, podamos no solo
descubrir los anchos caminos de la perdición, sino también, ante todo, para que
seamos capaces de descubrir el angosto camino que conduce a la salvación: el
camino de la Cruz,
en el seguimiento de Cristo crucificado.
La
Virgen se apareció en nuestras tierras argentinas para
pedirnos que recemos el Rosario, para que salvemos nuestras almas y las de
nuestros seres queridos. No seamos sordos a su urgente llamado maternal.