El gran poder
intercesor de la Virgen María
Dicen los santos que María Santísima
ejerce un gran poder sobre su Hijo Jesús, lo cual es algo en sí mismo
sorprendente, teniendo en cuenta que su Hijo es nada más y nada menos que Dios
Hijo en Persona, es decir, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. La
Iglesia, desde siempre, ha refrendado esta creencia, otorgándole el título de “Omnipotencia
suplicante”. Y en la Sagrada Escritura, episodios como el de las Bodas de Caná,
en donde Jesús hace un milagro solo porque María se lo pide, a pesar de no
querer hacerlo en un primer momento, como Él mismo lo dice dirigiéndose a María:
“No es asunto nuestro” (cfr. Jn 2,
1-12), confirman también lo que la Iglesia y todos los santos afirman: María
ejerce una gran influencia sobre su Hijo Jesús, el Hombre-Dios.
Siendo así las cosas, podemos
preguntarnos: ¿a qué se debe que María Santísima ejerza un gran poder sobre su
omnipotente y todopoderoso Hijo Jesús, que es Dios en Persona? También
podríamos preguntarnos: ¿no es temerario pensar que María Virgen, aún siendo la
más excelsa de las creaturas, tenga tanta influencia sobre el mismo Dios?
No, no es temeridad, porque el poder
que ejerce María sobre su Hijo Jesús es el de la súplica amorosa de la Madre de
Dios. En otras palabras, el poder que ejerce María sobre su Hijo Jesús es el
poder que ejerce una madre ternísima y amantísima sobre su adorable hijo, el
cual a su vez ama a esta madre con amor sin límites, toda vez que recuerda, con
gratitud, que fue ella quien lo trajo a la vida. Y es esto lo que sucede en
Jesús, según San Luis María Grignon de Montfort. Dice este santo que María tiene derecho a ser oída, en mérito a su
maternidad divina, maternidad por la cual su Hijo adeuda amor y más amor a su
Madre. Dice San Jorge, Arzobispo de Nicomedia: “Oyendo, Señora, vuestros ruegos
–le dice el santo a la Virgen-, es como una deuda que os paga vuestro Hijo”. El
mártir San Metodio exclama: “Alegraos, ¡oh María!, por haber tenido la suerte
de tener por deudor a aquel Hijo que a todos da y de nadie recibe. Todos somos
deudores de Dios de cuanto tenemos, porque todo es don suyo; sólo de Vos ha
querido hacerse deudor, recibiendo de Vos carne humana”. Esta es la “deuda” que
tiene Jesús con María: que Ella lo recibió, por obra del Espíritu Santo, en su
seno virginal, y lo revistió de su naturaleza humana, dándole de su carne y de
su sangre, como toda madre hace con su hijo, permitiéndole al Dios Invisible
hacerse visible, al Dios Inaccesible hacerse accesible de todos, presentándolo
al mundo como un niño recién nacido. También San Agustín sostiene que por este
hecho, María ejerce gran poder sobre su Hijo Jesús: “Habiendo merecido la
Virgen revestir de carne humana al Verbo divino y preparar de este modo el
precio de la redención que nos librase de la muerte eterna, Ella tendrá más
poder que nadie para ayudarnos a conseguir nuestra salvación”.
San Teófilo, Patriarca de
Alejandría, escribió que “Jesucristo se complace en que su Madre le pida
mercedes, porque sólo en consideración de Ella nos concede las gracias que nosotros
le pedimos, a fin de recompensar el beneficio que le hizo revistiéndolo de
carne”. Finalmente, San Juan Damasceno, dirigiéndose a la Virgen, le dice: “Siendo
Vos, ¡oh María!, Madre de Dios, podéis salvar a todos con vuestras oraciones,
apoyadas como están en vuestra maternal autoridad”.
“Maternal autoridad”. Estas son las
palabras que mejor describen ese misterioso poder de súplica que hizo que Jesús
convirtiera el agua en vino –y vino del mejor- en Caná de Galilea. Conocedores entonces
de este misterioso poder suplicante de María, le decimos: ¡María Santísima,
ruega a tu Hijo Jesús para que nuestros corazones, que son como tinajas vacías
y secas, se conviertan en recipientes de la gracia, para que sean colmados con
el Vino de la Alianza nueva y eterna, la Sangre del Cordero!