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sábado, 25 de diciembre de 2010

Oremos con el icono de la Natividad del Señor


Podemos orar con el icono, considerando sus principales elementos:

La estrella, ubicada en el extremo superior del icono, representa el fenómeno celeste registrado en el momento del Nacimiento: Dios Padre, Creador del universo, señala, por medio de una estrella, la Primera Venida de su Hijo al mundo. Pero la estrella es también un signo sobrenatural, ya que simboliza a la Madre de Dios, uno de cuyos nombres es, precisamente, “Estrella de la mañana”. Así como la estrella de la mañana anuncia que, al mismo tiempo que la noche es profunda, ya está por llegar el nuevo día, porque está por salir el sol, así la Virgen María, con su persona, y con su condición de ser la Inmaculada y la Llena de gracia, es la señal de los cielos, dada por Dios Uno y Trino –las tres líneas luminosas que surgen de la estrella simbolizan a la Trinidad-, de que está por llegar el Sol de justicia, Jesucristo, que ilumina con su luz divina y eterna las sombras de la historia y del alma humana. De María, Estrella de la mañana, nace el Sol de justicia y de luz eterna, Jesucristo, “como un rayo de sol que atraviesa un cristal”, según los Padres de la Iglesia, para iluminar a la humanidad que, por el pecado original, y por haber escuchado la voz del Tentador, vive en “sombras de muerte”: “El pueblo que habitaba en tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitaban en paraje de sombras de muerte una luz les ha amanecido” (cfr. Is 9, 2; Mt 4, 16).

En el extremo inferior izquierdo aparece San José, dubitativo, frente a un hombre anciano, el demonio, que intenta sembrarle dudas acerca de la Concepción del Señor.

Otro elemento presente son los ángeles, cuya tarea es anunciar a los hombres, representados en los pastores, que ha nacido el Mesías, el Salvador del mundo. Los ángeles son los encargados de anunciar la Buena Nueva, la Buena Noticia, la Alegre Noticia del Nacimiento del Redentor del mundo: “Os anuncio una gran alegría: os ha nacido un salvador, que es el Cristo Señor, y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (cfr. Lc 2, 10-14). Luego de anunciar a los pastores, los ángeles glorifican y adoran al Niño de Belén, porque ese Niño es su Dios y Rey: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes Él se complace” (Lc 2, 14).

Los Reyes Magos -cuyo nombre “magos” es una adaptación griega a la palabra “sabios” de Oriente-, representan a la sabiduría humana, transformada y elevada por la iluminación divina, que con su luz de gracia permite reconocer, en ese Niño recién nacido, con una piel frágil como un papel, y envuelto en pañales, y tiritando por el frío de la noche, a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. La sabiduría de los Reyes de Oriente radica no en el conocimiento humano, sino en la posesión de la Sabiduría divina, que les permite reconocer, en ese Niño, débil y frágil, al Dios Omnipotente y Tres veces Santo, y es debido a esta sabiduría, que le presentan sus dones: oro, incienso y mirra.

La cueva, oscura, fría, negra, que sirve de refugio de animales, representa el corazón humano, frío por haberse alejado del calor del amor de Dios y dominado por las pasiones, tal como se encontraba en los tiempos de la Primera Venida. Así como la cueva es iluminada por el Nacimiento del Niño de Belén, que la ilumina con una luz más intensa que mil soles juntos, así es iluminado el corazón del hombre cuando, por la gracia, nace Jesucristo, el Hombre-Dios.

Finalmente, podemos orar con la Madre de Dios y el Niño de Belén que son, obviamente, las figuras centrales: María, de quien nació el Niño en Belén, cuyo significado es “Casa de Pan”, es figura de la Iglesia, que por la liturgia eucarística, y por el poder del Espíritu Santo, concibe en su seno virginal, el altar eucarístico, al mismo Niño de Belén, que se entrega en la Eucaristía como Pan de Vida eterna.

lunes, 20 de diciembre de 2010

En Adviento esperamos al Mesías, así como lo esperó María


El tiempo de Adviento es tiempo de espera del Mesías; es un tiempo similar a la noche, porque se espera que llegue el Sol del nuevo día, de la eternidad de Dios.

Si es tiempo de espera del Mesías, y si es un tiempo comparable a la noche, entonces, de ambas maneras, es la Virgen María la que puede enseñarnos a esperar, porque Ella esperó su Nacimiento durante nueve meses, y porque Ella es la Estrella brillante que anuncia la llegada del Nuevo Día, el Día sin ocaso, el Día de la eternidad de Dios, el Día alumbrado por la luz eterna del Sol de justicia, Jesucristo.

María es nuestro modelo de espera en el Adviento, porque Ella, durante nueve meses, lo esperó con alegría, porque sabía que su Hijo, el Mesías, naciendo de noche, habría de alumbrar, con su luz eterna, a las almas de los hombres que vagaban perdidas en la noche del pecado y en las tinieblas del error y de la ignorancia.

María lo esperaba con alegría porque sabía que este Niño, que habría de nacer en una cueva oscura y fría, refugio de animales, venía a este mundo para llevar a vivir a todos los hombres al cielo, a las mansiones eternas del Padre, hechas de luz divina.

María esperaba con alegría al Mesías, porque sabía que su Hijo, que al nacer sería frágil, tan frágil como lo es todo niño recién nacido, con su piel delgada como un papel, era, al mismo tiempo, además de un niño frágil y desvalido, Dios omnipotente, y Todopoderoso, que venía a este mundo para vencer a los tres enemigos que mantenían esclavizada a la humanidad: el demonio, el mundo y la carne.

María esperaba con alegría al Mesías, porque sabía que este niño, que nacía en una cueva oscura, iba a alumbrar al mundo con una luz desconocida para los hombres, la luz eterna de su Ser divino, y que esta luz, que era vida, resucitaría y rescataría de la muerte a los hombres que, desde Adán y Eva, vivían en “sombra y oscuridad de muerte” (cfr. Is 9, 2).

María esperaba con alegría al Mesías, porque sabía que este niño, que venía desprotegido y desvalido en la plenitud de los tiempos, habría de venir al fin de los tiempos, con gran poder y gloria, a juzgar a los hombres.

María esperaba con alegría al Mesías, porque sabía que este Niño, que habría de ser condenado y juzgado por los reinos de este mundo, traería para los hombres un Reino celestial, un Reino de justicia, de paz, de amor fraternal entre los hombres.

María “guardaba todas estas cosas en el corazón” (cfr. Lc 2, 19), y esperaba con gran alegría la Llegada del Mesías, el Nacimiento de su Hijo.

Con esa misma espera, con esa misma alegría de María, espera la Iglesia en Adviento la Llegada del Mesías para Navidad.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Madre de Dios, sin pecado concebida, Llena de gracia, Virgen Purísima


La Virgen se le apareció en Lourdes a Santa Bernardita, y le dijo: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.

¿Qué podemos aprender de esta aparición de la Virgen?

Comencemos con la vidente, Santa Bernardita: ella era de condición humilde, y además, era analfabeta. Tanto es así, que no entendía qué quería decir: “Inmaculada”.

¿Por qué la Virgen se le apareció a Santa Bernardita, que era analfabeta e ignorante? ¿No hubiera sido mejor que se hubiese aparecido a un estudioso de la teología y de las Escrituras? La Virgen se le apareció a Santa Bernardita porque Dios obra a través de los más pequeños de la tierra. No quiere decir que todo el que es pobre materialmente es humilde, ya que son dos cosas distintas, porque se puede ser indigente, y al mismo tiempo, soberbio, pero en el caso de Bernardita, ella, además de ser pobre materialmente, era humilde de espíritu.

Además, Santa Bernardita es una figura y una representación de la humanidad que, delante de Dios, más que pobre, es indigente, y más que analfabeta, es ignorante.

El hombre, delante del inmenso misterio de Dios, y delante de la majestad de Dios Uno y Trino, es como la nada, y no sólo eso, sino que es como la nada más pecado, como dicen los santos. Además, es ignorante, porque si Dios no se revela a sí mismo, dándose a conocer como Uno y Trino, el hombre no puede conocer, de ninguna manera, que Dios es Uno y Trino en Personas.

Santa Bernardita, pobre y analfabeta, nos representa a todos nosotros, que delante de Dios Uno y Trino, somos como ella: pobres y analfabetos, e ignorantes de toda ignorancia, ya que por nuestra razón podemos conocer que Dios es Uno, pero no que es Trino. Si Dios no lo revelara, jamás sabríamos que Dios es Trinidad de Personas y un solo Ser divino.

Aprendamos de Santa Bernardita a ser dóciles a la Palabra de Dios, y humildes de corazón, porque Dios “resiste a los soberbios” (cfr. Sal 2, 2-4).

La otra enseñanza que podemos aprender de esta aparición de la Virgen, es el contenido central de la revelación dada en la aparición, y es el hecho de declarar la Virgen, solemnemente, el ser Ella la Inmaculada Concepción, que indica un doble privilegio, concedidos anticipadamente por los méritos de la Pasión de Jesús, por estar Ella destinada, desde toda la eternidad, a ser la Madre de Dios: Ella es la Inmaculada Concepción, es decir, concebida sin pecado original, y a la vez Llena de gracia, es decir, inhabitada por el Espíritu Santo.

Ser la Inmaculada Concepción significó para la Virgen no sólo no pensar ni desear ni hacer nada malo, ni siquiera el más mínimo pecado venial, y ni siquiera la más mínima imperfección, sino que significó estar inhabitada por el Espíritu Santo, y fue así que Dios la eligió para ser la Madre de su Hijo.

Así debemos ser nosotros: vivir sin pecado, y en gracia, confesándonos frecuentemente, para que nazca, en nuestros corazones, Dios Hijo, Jesucristo.

Por último, el misterio de la Virgen, de ser Ella la Inmaculada Concepción, y la Llena de gracia, y de ser la Madre de Dios, se actualiza, misteriosamente, en la Iglesia, porque la Virgen es modelo de la Iglesia: la Iglesia, como la Virgen, es Pura e Inmaculada, porque nació del costado abierto del Salvador; es la Llena de gracia, porque está inhabitada por el Espíritu Santo, como la Virgen, y así como la Virgen es Madre de Dios, porque da a luz, por el poder del Espíritu Santo, al Niño Dios en Belén, Casa de Pan, así la Iglesia da a luz, por el poder del mismo Espíritu, a Cristo Dios en la Eucaristía, Pan de Vida eterna.